Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Agua y jabón, viento y lumbre

12/10/2022

Llegados a una cierta edad sólo queda la elegancia o el buen gusto. Entiéndase bien esto: no ese consumo de marca y moda, sino una cierta obsesión por lo sencillo, lo discreto y lo distinto; la elegancia no como presunción, más bien todo lo contrario, el mayor alejamiento posible ante la pedantería. Joseph Roth, escritor que ha tenido uno de cabecera durante años hablaba de esto en una novela, no recuerdo en cual. En esa intrincada sociedad de entreguerras, se adentraba uno de sus personajes en los salones de los hoteles, entre aquellos que hicieron fortuna de la recesión; pero también esos otros que se sentaban en sus mesas de siempre, como si le perteneciesen a ese lugar igual que las lámparas o las vidrieras o los mandilillos de los camareros. En esos personajes se mantenía el buen gusto, la cultura y el prestigio de la vieja Europa, de quienes no precisaban el lujo para reivindicarse. En los otros, los recién llegados, sólo se veía el empuje de esa otra nueva sociedad, basada en la acumulación y la ostentación; la sociedad del consumo como carta de presentación social: la ambición es plebeya, decía Joseph Roth. Para ello el castellano tiene una palabra definitoria e implacable con la que se explica todo: el gusto, que es una especie de elegancia de por dentro. En la literatura también pasa una cosa similar. Los escritores más elegantes que uno ha conocido llevan una discreta vida de lectura y sencillez y han publicado algunas de las páginas más destacables de la prosa española. Así le ocurrió a Josep Pla, otro maestro de cabecera que leí hasta la saciedad, quien, hombre viajado por Europa y conocedor, a fondo, de la sociedad literaria del momento, terminó sus días en la masía familiar, rodeado del campo y los payeses que estaban anclados en el Ampurdán desde siempre. Un poco como Montaigne, que cerca de los cuarenta años, se retiró a su vie de château con sus libros y su campo. El maestro Philippe Jaccottet, que escribió en Grignan, un pueblito que pude conocer de piedra, hiedra y cal, escondido en la Provence, de teja árabe y castillo en lo alto de la colina, fue el poeta más elegante de Europa. Su poesía es porcelana, me confesó en algún momento Alex Susanna, otro de los escritores más elegantes de este país. Algo de lo que más me ha interesado (y he envidiado) de la gente de gusto es la sensación que señalan de estar confortablemente, cómodos con lo que son, con el mundo, con sus cosas y con los demás. Y sobre todo, que parecen pertenecer a cualquier sitio que habitan. También ha conocido uno gente del otro lado, siempre insatisfechas a pesar de haber logrado una vida confortable y, en casos, de lujo o de bienestar. Quejosos, inconformes, incómodos, son fruto del quiero y no puedo. Luego hay otra clase, la gente mínimal, aparentemente sencilla y simple, decorada con cuatro cosas, eso sí, extremadamente caras, como casas de revista de decoración. Son elegantes que luchan permanentemente por serlo y que, a pesar de todo, parecen estar en  permanente mudanza. Creo yo que, ya entrando en añadas de crianza, lo prudente es escribir como esos maestros de los que hablaba arriba, sin estridencias y, si es posible, sin estilo propio. Hace años llamé a esta columna El viento en la lumbre. Y unas veces se habla más del viento y otras de la lumbre que, al fin y al cabo, han sido el olor del hogar durante siglos. Lo resume muy bien un libro que he leído recientemente: Agua y jabón se titula y es de Marta Riezu. A eso también olían las casas.

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