Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


En Ávila sin ira

29/12/2020

He tenido en la vida algunas ocasiones de irme a trabajar en Madrid. Cuando Ávila se convierte en madrastra, pienso en que debería haberme mudado en su momento. Esto no ocurre a menudo; mal asunto, si no. Una rama de mi familia, la de mi abuela paterna, lleva en la ciudad de Ávila, al menos, desde el siglo XVI, por lo que sabemos del árbol familiar. Es más: lleva en la Parroquia de San Juan desde esa misma época y debieron de ser vecinos de los Cepeda y de algún otro parroquiano famoso de entonces. Así que, por ese lado, soy lo que aquí se llama un ATV o «de Ávila de toda la vida». El resto de las ramas del árbol vienen de Castilla todas (algún rastro francés es lo más exótico) o, al menos, de lo que entonces era Castilla y hoy se da en llamar Cantabria. Se establecieron en el caserón de la Calle Reyes Católicos que hoy ocupa un flamante banco y de ahí provenimos los Romera de esta ciudad. El campo no me ha gustado especialmente. Paseo por él de cuando en cuando y me gustan los árboles, los ríos y otros aditamentos de la naturaleza lo justo para pasar un día. Más de ese tiempo se me hace bola y me cuesta digerirlo. Con la gran ciudad la cosa va algo mejor: puedo vivir temporadas que no suelen pasar del par de meses, tras los cuales los desplazamientos y sobre todo las aglomeraciones, terminan por serme molestas. Las ciudades medianas tienen, como se dice aquí, las ventajas de las grandes y el sabor de las pequeñas. Eso no me parece del todo cierto. Hay algo de pueblerino en las ciudades recién crecidas, de nuevo rico o de pobre venido a más. En cierta ocasión, en una reunión que mantuve en Valladolid, un fulano de allí se dirigió a un segoviano y a mí como «los que veníamos de provincias». En estas ciudades también se conoce todo hijo de vecino y el «tú de quién eres» funciona en una engranaje aún más eficaz. Ávila, sin embargo, tiene virtudes que he valorado siempre, a pesar de sus grandes defectos. Tiene la ciudad rincones que son propios de uno. Los ha ido conquistando a fuerza de vivirlos desde niño. Están salpimentados de desastres arquitectónicos, de edificios horribles junto a las casas populares y los palacios de granito. Pero se han ido amoldando al paso de los años y parecen no destacar mucho. Igual con las tiendas que se plantaron en los 70 y han dado fruto hasta hoy, viejos letreros que son parte de la estampa y que nos van doliendo cuando desaparecen. Me ha gustado siempre de Ávila que no ha querido parecerse a ninguna ciudad, ni siquiera a sí misma. Ha crecido sin querer ser grande, sin alzar torres horribles de ladrillo visto. Es cierto que tampoco ha sabido conservar el sabor de su tradición arquitectónica, pero al menos no tiene un sky line de manual y se ha ido deslizando hacia el campo sin levantarse con soberbia. Es verdad también que ha derruido teatrillos, iglesuelas, palacetes modernistas y arrasado parquecitos (amén de otros diminutivos que todos conocemos). Pero ha sido lo suficientemente pobre como para haber mantenido el resto con la dignidad de un hidalgo viejo. Me molesta sobremanera que el centro se esté convirtiendo en un lugar de cartón-piedra sin vida alguna. Pero pasear de noche por él sigue siendo, sin duda, la misma experiencia que la de nuestros abuelos. Digamos, por resumir, que Ávila es una ciudad que no va de nada: no va de grande, ni de pequeña; no va de culta ni de paleta; es una ciudad poco presumida, a veces demasiado poco acicalada y menos sofisticada de lo que debería. Su burguesía ha sido siempre campesina o hidalga; es decir, pobre siempre. Eso ha hecho que no haya triunfado aquí cierto cosmopolitismo que sirve para adornar un poco el día a día: conciertos, teatro, cafetines, exposiciones y tal. Lo que ha despegado ahora lo ha hecho sobre un desarrollo general de España que no ha traído graves excentricidades ni ampulosidades, salvo las de cuatro horteras que hay en todas partes. Pero lo mejor es ver las caras de los madrileños y demás cuando dices que eres de Ávila y no saben si compadecerte o animarte mientras te desean buen viaje cuando te vuelves. Supongo que esto es echar raíces. Dicen los que saben que las fronteras nacieron en los límites donde se enterraba a los muertos propios. Se ve que así se hace patria, aunque sea la patria chica. Por todo esto he usado para título de esta columna otro de Jacinto Herrero, a quien recordamos tanto en Navidad. Quien lo conoció me entenderá.