Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Destierros, exilios y dignidad

26/01/2021

Se había marchado a Francia con su madre medio en brazos, porque la pobre estaba ya más cerca de irse al cielo que al país vecino. Se montaron en el tren que iba a Colliure con cuatro cosas que les debió de dar tiempo de echar en una maleta y abandonaron España. Iban ambos con un puñadito de españoles y familiares que también tuvieron que hacer su equipaje de urgencia. La estampa debía de ser desalentadora. Su madre, muy mayor ya y él, enfermo de asma, quizá de enfisema de tanto tabaco y tanta clase de francés, algo que, junto, no ha de ser muy saludable. En las fotos de última hora salió con el rostro de un anciano, más cansado de la vida de lo que alguien debería estar a sus sesenta y cuatro; hoy, diríamos que tendría ochenta mal llevados o que estaba en la etapa terminal de sabe Dios qué. La embajada española le pagaba el viaje a París; pero el hombre no quiso: «con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito», había dejado en un poema dicho. Así que se quedó cerca, muy cerca de España a la que, casi con toda seguridad, pensó en volver cuando pudiera. No llegó a un mes fuera y murió, eso sí, ligero de equipaje. A esto se le suele llamar exilio, pero también dignidad. En otros tiempos, hubo otras cosas. De la vieja Roma se fueron no pocos, hartos de la política y las persecuciones al uso, como lo hizo Escipión, a cultivar un huertecillo, lejos de las conjuras y las maledicencias. Se fue o lo echaron, quién sabe. Porque la frontera entre exilio y destierro es a veces muy difusa y no se sabe bien si uno se va obligada o voluntariamente. El Cid se fue al destierro y: «meçio los hombros y engrameó la tiesta». Los judíos del XVI se fueron también desterrados, aunque no pocos ya se habían marchado viendo la que se avecinaba, años antes. Y luego los moriscos, en número de trescientos mil. Luego están los que salieron en el diecinueve, afrancesados todos, que vieron peligrar su vida, como también la vio peligrar René de Chateaubriand en Francia y salvó el cuello dejando su regalado estado de Marqués y dando clases particulares en Londres; más o menos, lo que le pasó a Cernuda. La diferencia entre irse voluntariamente o que te fuercen a marchar, es una línea muy fina; de hecho, «exsilium» era la palabra romana para «destierro». Machado se exilió, como tantos miles de españoles a lo largo de la historia. Frente a todos esos exiliados de España, hay una consideración autobiográfica que a mí me ha parecido muy interesante siempre: el exilio interior. Ese en que vivieron quienes, no compartiendo la idea y la práctica del Régimen de Franco, se quedaron en España. Catalanes hubo no pocos: Espriu, Carles Riba, Foix..., pero también en el resto del país: María Moliner, Aleixandre, etc. Con pena y rabia, quizá. Porque el exilio es siempre un trauma, se viva aquí o fuera. Y porque se puede estar exiliado sin moverse del sofá, pues en el fondo, te habrán expulsado de entre los tuyos, se tenga que ir uno de España o de Salamanca, como le tocó a Unamuno. Toda marcha es, de alguna forma, siempre un exilio interior. Muchos sefardíes vivieron con la llave de su casa española, como si irse fuera un fenómeno que ocurría en la historia, pero no en la vida. No hay opción; no hay lucha; sólo un hueco que dejan los afectos hacia lo perdido. Pero siempre parece quedar  la dignidad del que se marcha, el estar en pie con lo poco que le queda a uno. Traigo aquí un ejemplo en el que no han deparado muchos: «los que clamáis indulto, id a la porra / que a vuestra triste España no me amoldo». Lo decía Unamuno en su libro «De Fuerteventura a París», tras su expulsión por la dictadura de Primo de Rivera. Unamuno, ejemplo de tantas cosas, se acomodó como pudo a su nuevo estado y se mantuvo en pie frente a lo que creyó digno. No sé quién podría, hoy en día, firmar esta frase y considerarse un desterrado en toda regla. Pero hablo de Unamuno y hablo de Machado, cada uno con sus ideas a cuestas, equivocadas o no, quienes, de una u otra forma, mantuvieron la dignidad de quien vive en su huertecillo particular, dedicándose a lo que puede y desea, como hizo Escipión. Lo demás, vivir de despacho y palacete, de escaño y paseíllo, no es exilio ni destierro. Es picaresca. De eso también hay mucha literatura por aquí, pero no es poesía, claro.