Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Moonraker, pero en cutre

11/05/2022

Hay formas sutiles de espionaje y formas cotidianas. Formas estatales, arcaicas y hasta humorísticas. No sé qué tienen algunos contra una costumbre tan humana como antigua. Espiar, lo que se llama espiar, lo hacían como pocos los embajadores de las cortes medievales y del XVI, cuando los reyes tenían que casar a sus hijas, aún niñas, con monarcas degenerados, viejos o estúpidos de tal o cual lugar de Europa. La Reina Isabel de Castilla, inteligente como pocas, tenía sus espías en Inglaterra, que le mandaban mensajes cifrados donde se decía tal o cual cosa del energúmeno que iba a tener por esposo su hija Catalina. Se enviaban mensajes con tinta invisible, con escritura microscópica, encriptados...Ahí están, en el archivo de Simancas, por si alguien no se lo cree, los papeles de Juan Fernández de Velasco, espía de Felipe III, encargado de «superintendencia y cosas secretas» del reino. Pero también existen espionajes sutiles y literarios como el de los escritores finiseculares parisinos que se sentaban en las terrazas a ver pasar la gente y la vida e imaginaban los amores de tal o cual, la mala vejez de fulano y los tragos de absenta de fulana (con perdón). A esto le llamaban, en esa forma francesa de adornarlo todo, hasta lo aberrante, la «causserie», vicio que recomiendo a todo el mundo ahora que llega la primavera y puede uno camuflarse en las gafas de sol y el bar expandido en las aceras. Está el espionaje de los vecinos, cotilleo de mirilla y visillo, centrado en los pecados capitales de cada cual y en las comparaciones, siempre amargas, con lo propio. Ese cotilleo terrible y cruel, tantas veces, que genera en el prójimo venenos varios como la envidia o la ira. El espionaje, en su forma actual, es una palabra francesa que equivale, en español a muchas cosas, a muchas palabras. El espía es el cotilla, el mirón, el embajador, el diplomático, el inflitrado, el quintacolumnista, el correveidile, el chismoso, el fisgón, el indiscreto y el metomentodo. Así que no sé muy bien de qué andamos quejándonos en este país porque los profesionales de esto, los que cobran de nuestro dinero público, es decir, a los que pagamos todos para que espíen, cumplan con su trabajo y ejerzan de lo que tienen que ser, más allá de quienes lo hacen por gusto y gana. Se supone que un espía profesional, con sueldo y puesto de trabajo en RPT, aunque sea secreto, tiene que cubrir unos objetivos mínimos y ha de enterarse de lo que pasa con quienes se manifiestan como enemigos de los que pagan sus impuestos. Y ha de apostarse en la ventana de enfrente a ver si menganito se junta con otro de la calaña que ha dicho que van a independizar tal región. A falta de ventanas hoy, de visillos, de prismáticos o micrófonos escondidos en el auricular del fijo, de fotografías con microcámaras con forma de mechero zippo, las herramientas de trabajo son aplicaciones informáticas que se colocan de manera aséptica en el teléfono inteligente. La diferencia, perdónenme los informáticos, es de matiz; es la digitalización de lo analógico y pare usted de contar. Tiene uno la impresión de que, cuando salta a la luz pública un espionaje masivo, se ha espiado mal o los demás lo han hecho mejor (y se han llevado por delante el trabajo de muchos). Supongo que cuando medio espionaje mundial utiliza la misma llave, más pronto o más tarde tienes la puerta abierta en casa. Hace no mucho tiempo, el Govern catalán quería montar sus propios servicios secretos, y no para robar la receta de la Cocacola. Ya no les hace falta; con el dinero de todos, han metido a sus espías en las estructuras del Estado y, si es por información, la tienen toda, a saber para qué. En algún lugar, escondido y secreto, alguien debe de estar riéndose a carcajadas que no podemos oír, porque nadie estará allí para escucharlo.