Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


In memoriam

29/09/2021

Cuando uno tenía pocos años y jugaba en la escalera de casa, solía mirar a la puerta y ver una placa dorada donde estaba el nombre de su padre. Ese era un símbolo de su importancia, como lo era que condujera un coche o que tuviera un despacho en la oficina o que tuviera tarjetas de visita... De niño, la importancia de las cosas se mide por una cierta presencia entre las cosas. La autoridad, la fortaleza y la misma presencia, luego, con los años, se va poniendo en su sitio y quedan esos recuerdos de infancia en los que todo se ponderaba por nuestra vara de medir infantil, más cercana a los cuentos que a la vida. Mi padre pertenecía a esa generación de nietos de la guerra. La pasaron más o menos lejos del frente; conocían sus historias por relatos de familia que trasladaron a sus hijos ya de una manera novelada, privándola de los elementos más duros o sangrientos o dolorosos. Terminaron siendo de otra pasta; de aquella que cambió un país hecho de ruinas. Todas estas cosas, sin embargo, cuando eres niño, carecen de importancia, no así otras más breves. Mi padre coleccionaba sellos. Tenía una interesante colección de sellos antiguos a los que iba añadiendo las series más significativas que aparecían cada año. Más o menos en los años ochenta dejó de coleccionar. Creo que ya no le veía la gracia a engordar álbumes que señalaban el tiempo y que acabarían más allá del suyo y del nuestro. También era pescador. Me enseñó a sacar truchas del río, no sé si a pescar. Me llevaba al Tormes, al Alberche, a pueblos como la Angostura, a tramos libres donde lanzar el sedal con la cucharilla y sentir la fuerza de un pez en el agua. Luego le fue fallando el ánimo y los amigos pescadores. Se fue abandonando la costumbre y quedó todo en conversaciones de tiempos pasados. De todos los recuerdos que dejan los padres, los más abundantes son, decía, los más elementales, los que no tienen trascendencia vital, los que proceden de momentos sin importancia. Un día que te acompaña al médico; otro que se encuentra contigo, casualmente, en la calle, mientras espera a su amigo para ir al café; el día en que contó una confesión pequeña sobre alguna sinsustancia... Esos que van llenando el listado de la biografía propia porque también te conciernen sin tocar tu carácter. Todo se va construyendo como un pan que se hornea y se llena de ojos, de alvéolos, al crecer. La consistencia está hecha de esos agujeros de los que se va llenando todo. Decía al principio que, de pequeño, miraba la puerta de casa y veía el nombre de mi padre. Aún sigue allí, aunque no él. Y es cierto que no somos un nombre, una firma. Pero, como todas las palabras de este mundo, están en nuestra mente para referir un mundo que está ahí fuera. Y, como todas las palabras de este mundo, siguen haciendo referencia aunque el mundo no esté y una parte haya muerto. Hoy pienso en esa puerta y en los lugares donde ha ido quedando el nombre de mi padre: sus tarjetas de visita, la placa de la puerta... Hay veces que el lenguaje es profundamente consistente y terco. Insiste en la memoria, más allá incluso que el recuerdo. Porque estamos hechos para construir la realidad, no para la destrucción y seguimos siendo parte de aquello que no vemos, pero está. También este artículo de hoy son sólo palabras, pero quieren recordar a mi padre como lo que son y lo que él era: esa forma, humana y enorme, de sostener la realidad más allá de su ausencia. De pervivirlo todo.

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