Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


El Sanchismo político (y el quijotismo)

25/05/2022

Cuando leemos el capítulo octavo del Ingenioso Hidalgo, leemos a un don Quijote que cree estar viendo gigantes y a un Sancho Panza que ve molinos. Para todos, Sancho está en su sano juicio y don Quijote está loco. Damos por sentado que lo que hay que ver son molinos. Pero los molinos de viento, en esas zonas de España, comienzan a construirse a finales del siglo XVI; hasta entonces, la mayoría de molinos de grano en Castilla eran de río. «No ha mucho tiempo que vivía un hidalgo», escribía Cervantes a principios del XVII (o Cide Hamete, en ese momento de la novela), es decir, que posiblemente don Quijote no había visto un molino de viento en su vida. A nosotros, lectores humildes, Cervantes nos pone delante de los ojos uno de los mayores engaños literarios de todos los tiempos, hacernos creer que existen molinos en una novela. Lo cierto es que tan falsos son unos como otros, que podríamos perfectamente creer a don Quijote, al fin y al cabo un hombre culto y leído, hidalgo y, aunque de poco, propietario de su casa y sus campos. Pero el artefacto literario es muy poderoso y la misma y vana existencia tienen don Quijote, Sancho y los molinos de viento. Ocurre que lo creemos por esa cosa lógica en la literatura, la buena, claro está, que consiste en jugar con el lenguaje hasta meter en nuestra cabeza cosas que no existen: en el Quijote no queremos ver gigantes, pero sí en el Señor de los Anillos. La fantasía, la ficción, nos es querida desde siempre, desde que tenemos uso del lenguaje; diríamos que es casi condición de una lengua inventar; porque, al final, como decía Locke, en nuestra cabeza no hay cosas, sino signos. La política tiene también mucho de ficción y, en España, aún más y quizá por eso haya habido tantos escritores metidos en la cosa pública. Si Cervantes nos coloca ante dos personajes para hacernos creer que estamos cuerdos por no ver gigantes ni festones y sí Tomés Ceciales o Maritornes, nuestros políticos también nos inventan su parte. Si leemos la sociedad actual como quien lee un libro, nos encontraremos con los que no ven claramente el mundo: a esos no se les llama locos, sino retrógrados, reaccionarios, anti-cosas varias que forman la moda de turno, etc. Luego están los que apuntan la realidad a nuestro oído y vienen apoyados por muchas muestras de verosimilitud: medios de comunicación que difunden mensajes, autoridades varias escondidas bajo el título de experto, series con héroes cuyos valores coinciden con el mensaje oficial... Como simples lectores, podemos elegir. Pero elegiremos a Sancho porque estamos programados para creer lo verosímil, no lo verdadero. Ha pasado recientemente a cuenta de España y la plurinacionalidad: que son naciones, gritaban los Quijotes. Que son regiones, los Sanchos. Ahí están los diecisiete, en las páginas recientes de la Historia, debatiéndose en su esencia y en su nombre, como si fueran una o la otra cosa según quién habla y si va en burro o a caballo. Y, por ese ensalmo que une a la literatura y a la política, aquí andamos todos, poniéndonos del lado de uno o del otro sin saber que la fantasía está detrás de todo ello. Claro es que todo esto en un plan mucho más cutre que el de Cervantes. Ningún político por inteligente que sea (que algunos lo son) le llega al tacón a don Miguel. Mirado desde fuera, esto vale para casi todo: las explicaciones que se le piden al emérito, los indultos de ida y vuelta del procés, hasta la elección de Mbappe. En todo, a poco que se rasque, se escribe un guión para que optemos, aunque toda disputa sea falsa. Quizá por eso hay que leer más y mejor. Para saber que no hay molinos.