Ester Bueno

Las múltiples imágenes

Ester Bueno


Los Guzmanes

18/04/2024

Sería inspirador pasar una de estas noches de principios de la primavera deambulando por las estancias del Palacio de Los Guzmanes, encender unas velas cuyos pábilos titilaran como pequeñas estrellas por todo el edificio y reconvertir la vida en lo que fue, sin electricidad y sin pantallas, sin ruidos de motores accediendo a las calles aledañas, sin la certeza de estar vigilado por decenas de cámaras de seguridad, simplemente un paseo evitando la modernidad, volviendo a esos orígenes de viaje en el tiempo.

Si así fuera, en los interiores de este antes nombrado Palacio de los Mújica y Casa de la Duquesa de Crescente, podríamos intuir todo lo que guarda, las historias que nunca conoceremos. Es custodio el palacio de las cuitas de los que lo habitaron, resopla su estructura cuando los fantasmas de amores extraviados sobrevuelan los techos barnizados de marrón oscuro y se cuelan en las estancias que habitan por el día, sin saber de su presencia, decenas de personas ajenas al misterio que cubre cada milímetro de pared encalada.

En el patio central y en las escaleras de piedra desgastada se escucharían los pasos de los caballeros, constreñidos en esas armaduras demasiado pequeñas que custodian los rincones al subir hacia la balaustrada de la galería, donde quizás las damas se sentarían a bordar al caer la tarde, arrullando a los niños con sus voces pausadas, y tal vez quede algo de pisadas perdidas en aquel primer intento de edificio donde Sancho del Águila apremiaría a Mencía para que le acompañara a los oficios.

Susurraría en la torre de granito, con sus merlones trebolados y sus poderosos matacanes, ese viento abrileño que no se sabe si es de hielo o de sol, y se escucharían, quedamente, los acomodos de los aviones y de los vencejos, quizás también el zureo de alguna paloma despistada ante la madrugada. En las atalayas, voladas con aspilleras defensivas, allí tras la muralla, se oirían los pasos de un inquieto Alfonso XII, que eligió este palacio como su residencia en un Ávila llena de secretos y de incertidumbres. Alfonso repasaría ahora, con sus dedos, la inscripción en el vano de la puerta, el recuerdo a ese paso impreciso de un monarca empeñado en que la educación fuera el germen de lo que aconteciera y que la cultura, las artes y las letras tuvieran un lugar para la esperanza en un mundo más justo.

Seguramente las doce columnas que sostienen la galería de abajo darían voz y hablarían de Enrique Larreta, que también se pasea de manera impaciente, con las manos cruzadas a la espalda, devanando la vida de Don Ramiro, cuya gloria causó furor en todo el mundo, menos en la ciudad que inspiraría esa historia de valores cristianos y de fueros feudales.

Me gustaría pasar una de estas noches de la primavera deambulando por el Torreón de los Guzmanes, percibiendo las almas de todos los que fueron y que seguramente están, tantos, de tantos siglos, de tantas convicciones y de con tantos anhelos como los de ahora, los que nos hacen sucumbir al llanto cuando nos partimos en pedazos, o los que nos impulsan a una risa vehemente y llana ante un futuro bello. Los silencios son tan necesarios, tan escasos también que encerrarse entre esas paredes gruesas que no traspasan gritos, sería una manera de hacer penitencia por no ser lo feliz que debería, que deberíamos todos, mirando lo que hay de bueno a nuestro lado.