Ester Bueno

Las múltiples imágenes

Ester Bueno


Ana Frank

15/12/2023

Amsterdam es uno de los lugares de mi vida. En sus calles surcadas por un agua tranquila y complaciente,  contenida a la fuerza por obras de siglos, de terrenos ganados al mar y edificios absolutamente inestables, se escriben las historias de héroes y conquistadores, como la del Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, nacido en Piedrahíta que, tras gobernar los Países Bajos en nombre de Felipe II, no fue capaz de derrotar la revuelta en las provincias de Holanda y Zelanda, permitiendo el desarrollo de una estructura política y militar en dichos territorios que sentó las bases de la futura república. Las calles de Amsterdam dieron cabida también en los años 20 a las movilizaciones por el sufragio femenino, concedido en 1922, más tarde los holandeses sufrieron de forma acusada la gran depresión del 29. Pero si algo marcó para siempre y hasta ahora la vida de los amsterdamers y de los neerlandeses fue sin duda la segunda guerra mundial, la gran invasión alemana que en apenas dos días sumió al país en la pobreza y en la desesperación, en el desconsuelo y en la catástrofe, en el dolor y en la pérdida de miles de vidas y en la interrupción de un estilo libre de entender el mundo que solo al ignominia de la barbarie y la destrucción pueden explicitar. 
En estos tiempos en que se revuelven las conciencias ante la muerte de niños pequeños y sus madres, y ante el latir impasible de las grandes fuerzas políticas y económicas mirando incompetentes la sinrazón de tantos, me viene a la mente la figura de Ana Frank. 
En Prinsengracht, el canal central más emblemático de la ciudad de Amsterdam, donde ahora el metro cuadrado se cotiza a 10.500 euros, en un achterhuis, de la parte trasera y recóndita de unas oficinas, se escondieron Anna Frank y su familia, con dolor y con temor, perseguidos por el simple hecho de ser judíos, de ser de una etnia determinada, de tener unas creencias, de provenir de un lugar, de no ser lo que se supone que se debería ser en aquella circunstancia.  
Si viajas a Amsterdam verás colas inmensas, ya casi en cualquier época del año, esperando entrar en ese habitáculo, ahora remodelado para la memoria colectiva, en el que Ana, sus padres, su hermana y la familia Van Pels y Fritz Pfeffer después, pasaron, según puedo imaginar y así se refleja en el diario tan famoso, la angustia brutal de la iniquidad y la violencia extrema, el miedo, el frío, las noches y las ansias de libertad, que son otra condena legítima y bestial.
Si Anna Frank ha llegado a nuestros días como un icono de lo que no debe ocurrir, como un emblema de la desesperación y la vulnerabilidad del ser humano, ha sido sobre todo por su diario. Ha sido por sus escritos y porque en ellos dejó el testimonio de la cotidianidad del horror y el desaliento. En una época en la que no existían los omnipresentes medios de comunicación, solo un cuaderno y una mente despierta y deseosa de vida y de experiencias, fue capaz de transmitirnos décadas después lo que no debe ser, lo que no debe ocurrir, lo que se debe evitar, y ese testimonio se hará perenne en siglos que nos trascenderán.
Los padres de Ana Frank se preocuparon antes del confinamiento en dar la mejor educación a sus hijas, las matricularon en una escuela Montessori, intentaron en el año 34 normalizar su vida de huída de Alemania y crear un espacio seguro en Amsterdam, pero nada fue suficiente, nada ante la inminente preponderancia de la guerra, del desprecio por el estigmatizado y del deseo de venganza de la inmoralidad hecha ser humano. 
Han pasado casi 79 años de ese febrero de 1945 en el que Ana Frank murió de tifus en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Son 79 años en los que parece que no hemos aprendido nada. Me pregunto si algunos adolescentes de Palestina y de Israel estarán escribiendo un diario que dará testimonio nuevamente de la ignominia de la muerte sin sentido, de la estupidez de una humanidad ciega a lo que debería unirnos, el amor en la diversidad.