Gabriela Torregrosa Benavent

Cosas veredes

Gabriela Torregrosa Benavent


El traje nuevo del emperador

29/05/2023

Todos conocemos el famoso cuento infantil El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen. En él, el emperador es «vestido» por unos estafadores con unos carísimos y maravillosos ropajes de su invención que, según afirman, solo podrán ver quienes no sean ignorantes. En realidad, tales galas no existen, y el monarca va literalmente desnudo. 
Sin embargo, aunque nadie puede ver la indumentaria, ni siquiera el propio interesado, no hay ni una sola persona que le aperciba de ello, por muy evidente que resulte, para no ser tildados de zotes ante los demás. Y es así como el emperador sale en solemne desfile por las calles de su reino, en paños menores ante los ojos de todos. El silencio lo rompe un niño que, en su candidez, pregunta en alto por qué el emperador va vestido de Adán. Y esa es la espita que mueve la opinión pública, desatando las burlas generalizadas y el descrédito del gobernante.
Aunque Andersen escribió su cuento en 1837, me parece que sigue de rabiosa actualidad. Siempre he creído que muchos políticos actuales padecen el «síndrome del traje nuevo del emperador». Mejor le habría ido al monarca de ficción si alguno de los componentes de su séquito se hubiera sincerado con él antes de salir de esa guisa a la vía pública. Y mejor les iría a muchos políticos reales en el presente -y les habría ido a muchos otros en el pasado- si prestaran oídos a quienes en su círculo cercano son críticos con ellos en petit comité, cuando aún hay posibilidades de maniobra para evitar problemas en ciernes. 
El cuento no dice qué fue del niño que, inocentemente, dio voz a lo que todos pensaban pero sus colmillos, ya retorcidos por la experiencia, les inducían a no verbalizar. No parece factible esperar que el emperador premiase su desinteresado gesto nombrándole consejero real. Más bien al contrario, de seguir con esa costumbre de señalar verdades, cabe aventurar que, más pronto que tarde, acabase exiliado o en los calabozos.
Y es que es tristemente frecuente, desde fuera, contemplar cómo en los entornos más próximos a quien detenta el poder medran más quienes por sistema presentan a sus jefes una visión edulcorada de la realidad, pasada por el simplón tamiz de lo que aquellos desean oír, más que quienes se arriesgan a exponer ante los ojos del líder lo que verdaderamente sucede allende los tupidos muros de palacio, por mucho que duela escucharlo. Actitudes como ésta se interpretan –a menudo interesadamente– como traición o deslealtad, cuando nada está más lejos de serlo. Quien bien te quiere te hará llorar, decían las certeras abuelas. Pero nanay. Cotiza alto el consejo pelota, el palmerismo a troche y moche, el asesor que más aplaude que asesora, mientras las revelaciones a calzón quitado hechas en confianza pueden dejar a los pies de los caballos al incauto que las haga. En boca cerrada no entran moscas, decían las abuelas también.
Pero luego, un día de improviso, llega el tío Paco con la rebaja, no se pueden ocultar los hechos por más tiempo y estalla la realidad inesperadamente en la cara cuando es demasiado tarde, en forma de unos resultados electorales descalabrados, unas encuestas desastrosas o unas auditorías de gestión calamitosas. ¿Quién es más responsable, quien tomó la decisión o quien le asesoró sesgadamente? Yo no fui—dirán unos y otros. Y pelillos a la mar.
Es entonces cuando aquellos validos, secretarios privados o consejeros antaño dulcificadores huyen despavoridos de la quema, en busca de otra poderosa oreja a la que almibarar susurrando lindezas biensonantes, mientras el dirigente caído en desgracia se queda, como el emperador del relato, con una mano delante y otra atrás, entre el oprobio general, insalvable ya su situación para los restos, con cara de perplejidad, comenzando a entender por fin muchas cosas que antes le eran veladas, en parte por no querer enfrentarse a ellas o no rodearse de espejos pulidos en lugar de altavoces distorsionados. Es la moraleja de los cuentos, tan sabia como la de la propia vida.