Álvaro Mateos

El Valtravieso

Álvaro Mateos


De mízcalos y piñotas

26/10/2020

Escribir una columna como esta en una tarde de otoño, estrenando el endiablado horario de invierno, ése que nos recuerda como un castigo lo de que “a las tres serán las dos”, me trae al menos algún recuerdo evocador. Me lleva a los pinares, después de comer y con ese frío que deja el sol en una tierra que no ha llegado a calentar, con una sensación de humedad, de olor a jara y resina, con la imagen de un Seat 131 adentrándose por la carretera de Valdemaqueda, camino de Fontuana. 
El soniquete habitual de esta tarde de domingo sería el de Tiempo de Juego en el transistor–las cosas como son, uno siempre ha sido de la Cope- con los partidos de la jornada, y todos, bien pertrechados, nos echábamos al monte durante un par de horas para conseguir algún kilo de mízcalos (níscalo o Lactarius Deliciosus). 
Mi padre llevaría encima el atuendo socialdemócrata por excelencia, la chaqueta de pana que, en su momento, quedó bautizada como la de los mízcalos, con una navaja en el bolsillo y el recipiente que tocase, ya que lo de las cestas que es una recomendación medioambiental relativamente reciente. No era el caso pero, en mi pueblo, los mízcalos se cogían a base de cubos. 
A nosotros, un par de horas nos llegaban para regresar a casa con cierta dignidad del deber cumplido. A otros, con un cuarto de hora de dedicación, les bastaba para llenar un cubo; porque lo de los mízcalos, se lleva en varios de los ocho apellidos naveros y he llegado a pensar si incluso no será cuestión de olfato.   
Ahora, las salidas al pinar para la recolección (o mejor dicho, caza) de hongos, están mucho más reguladas con sus licencias, permisos y demás. Entonces, siempre fue un hábito recurrente a partir de la segunda quincena de octubre, cuando esta hubiera venido acompañada de días de sol, lluvia y ausencia de hielo. Es lo que necesita el mízcalo, para brotar –generalmente en compañía, en buena mata– en un entorno de humedad y en las proximidades de las jaras. 
De un tiempo a esta parte, se han organizado jornadas micológicas, con sus salidas guiadas al pinar y posterior exposición; incluso, los establecimientos hosteleros han preparado platos en miniatura con mízcalos, boletus, setas de cardo y demás variedades. En mi casa, a lo sumo, un buen plato de mízcalos con patatas y chorizo, o unas costillas con mízcalos, porque con lo demás no nos hemos atrevido mucho: mitad por miedo, mitad por desconocimiento. Pero al mízcalo le tenemos bien cogido el truco. Hasta mi hijo Martín con cuatro años ya debutó en el curioso arte del cazador de setas.  
En un año como este dichoso 2020, en el que uno no sabe hasta dónde le van a permitir los movimientos –especialmente, tras el anuncio de Sánchez con un pretendido estado de alarma que se prolongue hasta mayo- esta tarde de otoño me han venido los mízcalos a la memoria.
No sé si por una fotografía que le he visto en redes sociales a mi amigo Carlos García, que bien conoce los rincones de Tiñosillos, y ha llenado una cesta en un rato, o por esa añoranza que, tal vez me haga adentrarme en los pinares de Almorox; el caso es que ya me ha entrado mono. 
Si en Las Navas del Marqués el referente en el mercado eran las cajas de mízcalos que colocaba Pablo jordano en su frutería de la Avenida Principal, con un precio que al navero siempre le parecía elevado, ni que decir tiene lo que vi el pasado otoño en una delicatesen de la Calle Serrano, de Madrid, con unos mízcalos de los pinares sorianos, a 36 euros el kilo. Los mízcalos que se comen son los que uno coge: muy mal me tengo que ver para comprarlos.  
Lo dicho: que, si el COVID nos sigue respetando, espero que 2020 no pase sin poder degustar unos buenos mízcalos, cogidos del pinar por el que suscribe y en la mejor joven compañía, porque los secretos de la vida se transmiten en medio del campo, entre arroyuelos y piñotas. P.D. Permítanme las variables locales de «mízcalos» y «piñotas», porque sin ellas, el artículo no habría sido el mismo.