José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Salimos iguales...

07/07/2023

… si no peores, estimados tres lectores. Mil doscientos siete días, de los que se nos dijo que saldríamos mejores: nada más lejos de la realidad. Seguro que era frase hecha, de las que tiran los líderes cuando la tropa se viene abajo lastrada por la crudeza de los hechos, intentando camelar con el futuro. Frase hecha y mentirosa; todo el que conozca algo la condición humana —los líderes políticos están obligados a ello— sabe que solo puede empeorar, y que si se crece ante el castigo es para retarlo en crueldad y brutalidad.
Muchos no han salido mejores ni iguales. Los rostros en más de veinte mil fotografías —nunca sabremos cuántos con exactitud— enmarcadas sobre una coqueta, colgadas en el salón o fondo de pantalla en móviles o estados en redes sociales. Esos españoles que un día fueron, pero dejaron de ser prematuramente. Junto a ellos, centenares de miles, millones quizás, que siguen con nosotros, pero para los que ha cambiado la vida y sus capacidades y sufren de forma persistente, puede que sin saberlo. Los números han sido una de las víctimas de este trienio, quizás uno de los primeros síntomas de su final; reconozco que hace meses que ya no consulto a diario, con morbosa curiosidad, la clasificación de los países y sus muertos.
Salimos, pero lo peor es no recordar de dónde. Cuando vemos marcas en el suelo espaciadas dos metros no vemos distancias de seguridad, ni ordenadas colas dignas de países nórdicos; vuelve la patria costumbre de meter codo y aprovechar el menor resquicio para ganar posición. Normalizamos la aglomeración, el contacto, el sudor, las masas, triunfa el calor humano. Aunque si alguien tose o estornuda en el metro o el bar todavía hay quien levanta la mirada, vuelve un poco la cara, espanta una nube en su mente, pero sin recordar por qué. No ha quedado siquiera lo de toser en el codo, tan solo entre los niños, inconscientes guardianes de la memoria de esta extraña época, que perpetuarán los hábitos para cuando vuelvan a ser necesarios. Y seguiremos encontrando mascarillas en esas chaquetas y cazadoras de verano que desempolvamos, asombrados por lo natural que nos pareció llevar una en cada bolsillo.
Las alfombrillas desinfectantes están arrinconadas o ya solo se usan para sacudirse el barro de la lluvia —entre sequía y sequía—, los dispensadores de geles en lugares públicos tienen un cierto aire desvalido de cabina telefónica o máquina de fax, buscando quién los redima con un improbable uso. Los hospitales continúan igual; el trato despiadado y aséptico del sistema logra equilibrase gracias al humano, amable y profesional de su personal, que mira apenado los balcones a las ocho de la tarde en busca de esos aplausos que ahora solo se arrancan cuando marca algún millonario un gol.
Salimos, sí, pero no mejores. El consejo de ministros ha puesto fin esta semana a las mascarillas y con ello a una de las pocas cosas que echaré de menos de este sindiós. En medio de la atmósfera abrasada de esos cuarenta meses, cuando las personas eran a la vez peligro de muerte y compañeros de vida en el naufragio, me consolaba recordar aquella rima que aprendí de chico: «el alma, que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada».