David Ferrer

Club Diógenes

David Ferrer


Cultura

15/05/2024

Al ministro actual de Cultura no le parece adecuado que exista un Premio Nacional de Tauromaquia. Quizá cataloga en un escalón superior las veleidades pseudomusicales de Eurovisión o los gorgoritos de los cantautores de cuarta generación. Debería darme algo de miedo este señor pues tiene en sus manos no solo el asunto de los toros sino otros igualmente trascendentes como la majestuosidad del Prado o los edificios de Patrimonio Nacional. En fin, menos lobos, que vendrá otro y nos olvidaremos de este pues, como dice Fernando Savater, dentro de veinte años "todos recordaremos a Curro Romero y nadie al tal Urtasun".
A mi la tauromaquia me ha llenado la vida desde que era adolescente. Uno quería ser igual de guapo que José María Manzanares, el padre y tener la profundidad de juicio y de palabra de Luis Francisco Esplá, dos modelos antagónicos. Gracias a la tauromaquia he leído más, he viajado mucho y he podido conocer cada tarde en una plaza distinta a un sinfín de gente exquisita, culta e incomparable. Lo demás, los juicios gruesos, los topicazos y la distorsión de un espectáculo solemne se lo dejo a los de siempre.
En mi casa he oído siempre contar historias de toros. La transmisión oral de anécdotas y de leyendas es cultura, como lo fueron los romances en épocas pasadas. Durante varias décadas, el restaurante de mis abuelos, el célebre y añorado Casa Patas de la calle San Millán, fue el centro neurálgico en Ávila de la afición. Y aunque por edad yo no pude vivir esa época he escuchado siempre esos retazos de vida como el niño que antaño escuchara las historias del Cid o de las guerras artúricas. Me he imaginado muchas veces cómo era esa entrada solemne y risueña de Domingo Ortega en las cocinas del Patas o cómo una llamada intempestiva desde Salamanca anunciaba la llegada de Julio Aparicio, quien se desviaba hasta Ávila solo por el mero hecho de degustar su tortilla de patatas favorita. También la ira popular contra Manolete, en esos tiempos previos a su muerte. O cómo el matador Julián Marín, que no encontraba hotel en la ciudad, tuvo que vestirse de luces para un festejo de la Santa en una de las habitaciones superiores de Casa Patas. 
Después, ya en mi tiempo, he tenido la oportunidad de conversar y saludar a Eloy Cavazos, a Frascuelo, a Manzanares, a Esplá, a Joselito e incluso pude desearle suerte a Morante de la Puebla en Sevilla la misma mañana de la faena del rabo. Me gusta pensar que le di suerte. Suerte la nuestra, la de los aficionados, y no la del ministro. Pasará, como los malos novilleros: sin huella, sin faena, sin leyenda.