A esta hora todo el mundo se estará preguntando si de verdad en este mundo que conoce el precio de todo pero el valor de casi nada, existe alguna diferencia entre un amigo o un cliente. Cuando todo el mundo habla de la necesidad de tener contactos, y con esto no me refiero a la parte más banal del término que hace ganar millones de euros a su propietario, sino al networking o simplemente a tirar de agenda para ver que puedes conseguir, se advera que no existe ninguna relación entre tener un amigo diferente a un cliente. He escuchado con asombro, afirmar a personas sin rubor que todos sus clientes eran sus amigos o al final, en ataques forzados de sinceridad frente a un vaso vacío, remachar que no tenía amigos, sino clientes.
Los antiguos romanos que copiaron a los sensatos griegos lo tenían claro. Un amigo era algo exclusivo. Los clientes también. Pero la naturaleza de la relación era diferente. Un amigo, la amictia, era algo que se daba gratuitamente entre iguales. No iguales de clase social que eso se lo inventó un pseudo filósofo que ya nadie recuerda. Iguales del alma, que para los que habitan la noche, viene a ser los que miran al sol sin deslumbrarse y lo hacen al unísono, vibran en armonía. La amicita no pedía, ni exigía. Una forma casi perfecta de amor sublimado y sin citar la Carta de San Pablo. Nadie presumía de amigos, nadie se quejaba de lo que exigía. Cicerón les dedicó un tratado, tal era la importancia para el más importante de los hombres políticos de la última República de la que todo el mundo culto habla. Los clientes eran disímiles, pero igualmente necesarios. Ocupaban todas las mañanas en los atrios de las casas, en el Tablinun. Se les recibía, se les escuchaba, como si se tratase de la mítica escena del Padrino, con o sin acariciar gato. A veces eran familiares o no. Su número y su calidad marcaban la importancia pública de cualquier persona. No era un tema baladí. Cualquier hombre sin importar su condición podía tener amigos. Los clientes solo los podían exhibir los hombres importantes. Y tenían que acompañarle en sus paseos, porque como sabemos, el poder y el dinero necesitan siempre que se les perciba, sino parece que son elementos discretos menos efectivos, aunque sea justo lo contrario. Sin embargo, su rasgo esencial consistía en la jerarquía y en una sana lealtad, es decir, la que funcionaba en dos direcciones, no la que se pide ciegamente del superior al inferior en la escala y siempre se era cliente de alguien. Solo valían para enseñarlos.
Por eso cuando otorgamos ciegamente nuestra confianza en el andar del tiempo, nos cuesta cada vez más distinguir entre clientes y amigos. Tal vez porque nosotros tampoco queramos ya marcar la diferencia, y aunque proclamemos a los cuatro vientos que preferimos los amigos a los clientes, o al revés para los que quieren hacerse ricos antes del obligado óbito, apenas queremos diferenciar entre los que nos tratan como amigos, que a veces son pesados, a los que nos tratan como clientes, que a veces son insufribles. Yo por mi parte como me gusta el café negro y amargo prefiero siempre los amigos, me manejo simplemente mejor, respondo con mayor autenticidad. Otros llanamente prefieren no contaminarse con el roce y todo debe tener mascarilla, guantes y gel hidroalcohólico de por medio y para eso es mejor el cliente de toda la vida. Como se aficionan a este trato, pues existen unos ingredientes necesarios en ese potaje que la amistad no tolera. Y aunque simplemente sea por el perfume al que aspiramos a convertirnos para los demás, ya saben a lo que me estoy refiriendo. En el fondo es volver a ser audaces para que podamos espetar a cualquier romano con el que nos encontremos por la vía que hemos evolucionado un poquito más que él y no se debe solo al infalible progreso. Es que nos hemos hartado de ser marionetas y queremos volver a bailar con los humanos.