Sí, la vida, es y era, será el precio a pagar. A veces sucede. La solidaridad, la entrega a los demás, se cobra ese desgarrador precio. Un tributo que no todos estamos dispuestos a entregar. Un misil ha acabado con la vida de dos cooperantes que ayudaban a personas, sobre todo, ancianos, atrapados en la violencia de la guerra. Una de ellas, era española, Emma Igual. Pronto los ecos de la noticia nos han despertado de esta amnesia letárgica en la que nos hemos sumido respecto a la guerra en Ucrania. Y su vida y su historia personal y lo que ha hecho allí durante año y medio ininterrumpido hasta que el vómito mortífero de la vesania más inhumana que es la guerra, le ha arrebatado la vida.
Fundó su propia organización para ayudar. Ayudar a los demás, a otros. Socorrer, auxiliar, consolar, esperanzar. Ponerles a salvo. A miles. Con muy pocos medios y recursos, pero con una tenaz y férrea voluntad de ayuda no menor que una sensibilidad extraordinarias y sobrehumanas. Frente al terror, frente al miedo, frente a la muerte y su mirada esquiva y vacía, ahí estaba Emma y con ella otros muchos cooperantes que se juegan la vida a diario y que solo la tragedia hacen que salga de su anonimato. Y nos demos cuenta de la grandeza sencilla y humana de algunos que lo anteponen todo, lo suyo, a lo de los demás que nada tienen.
Cuántos están o estamos dispuestos a pagar ese precio desde las cómodas e insensibles atalayas de nuestro conformismo y nuestra abulia, nuestra crítica y hedonismo más consumista y vacuo. Cada uno debe responder, si cabe, a semejante interrogante. Si es que alguna vez somos capaces, siquiera, de plantearlo.
La muerte apostaba contra ese convoy de alegría, de esperanza, de aliento para aquellos atrapados en un frente donde la razón humana no existe ya. Donde la crudeza de la destrucción y lo peor del ser humano más descarnado asiste a un espectáculo dantesco mientras el mundo asiste cada vez más indiferente, perdido en su grotesco cúmulo de intereses y olvidos. La diplomacia de intereses sucumbe a otros intereses. Y la guerra sigue su curso con su hálito de muerte, destrucción y ruina moral y vital.
La muerte de Emma debe hacernos recapacitar sobre el mundo en el que vivimos. Tener agallas para verlo y enjuciarlo, involucrarse tiene un coste. Emma ha cargado con una realidad dramática. La guerra. En las puertas de Europa. La rica y amnésica Europa, vieja y a veces, destartalada, incapaz de aprender de los errores de su pasado. Le harán homenajes, una placa, una plaza, una medalla, tal vez. No las buscó. Pues ella solo, como muchos otros cooperantes, voluntarios, buscaron la justicia social, la solidaridad, el lado más humano del ser, de la persona, el de la dignidad de todos. Le ha costado la vida a sus treinta y dos años. Probablemente muchos ni siquiera tratarán de entenderlo o se preguntarán qué hacía allí. Pero la pasta y las fibras de estos voluntarios, llenos de humanidad y sensibilidad, vida y esperanza, solo la atesoran muy pocos. Hasta el punto de un desprendimiento total siendo conscientes como son y como era Emma que sus vidas estaba a cada instante en juego. Luces de esperanza que se apagan. No hace falta ni es necesario entender nada más.