Carolina Ares

Escrito a tiza

Carolina Ares


Sobre Nefertiti o la inmortalidad del arte

04/02/2023

En un museo de Berlín hay una sala que permanece en semipenumbra. En el centro hay una vitrina con tan solo una obra de arte: el busto de una mujer joven, bronceada, de cuello esbelto, nariz pequeña, con los ojos enmarcados en negro y los labios carnosos y sonrojados. Si preguntamos por el canon de belleza actual, la descripción no distaría mucho de la de esta escultura ya que, casi tres mil años después de su fallecimiento esta mujer, sigue siendo la base de lo que consideramos bello. Le falta un ojo y los lóbulos de las orejas pero esto carece de importancia: durante unos años fue reina de Egipto, pero un documental sobre ella revela que los egipcios la siguen considerando su estandarte, pese a la distancia que los separa tanto en tiempo como en espacio. 
El busto de Nefertiti es una de las obras de arte más reconocidas del mundo. Sin embargo, poco se sabe de la reina y, aunque los arqueólogos e historiadores intentan darle un pasado concreto, el común de los mortales nos quedamos con la belleza que le dio el escultor del busto. Esta obra se atribuye a Tutomose porque se encontró en su taller, no en un lugar oficial. A Nefertiti la intentaron borrar de la historia pues su marido Akenatón, menos conocido que su esposa, llevó a cabo un cisma religioso del que el pueblo egipcio no quiso dejar huella. Afortunadamente quedaron unas cartas escritas en arcilla que nos narran lo acontecido. Y más afortunadamente también nos quedó el busto de la reina, que dos mil años más tarde del intento de eliminación y más de tres mil de que su marido la repudiase, forma colas para verla en Alemania y constituye un elemento fundamental de la cultura egipcia, dentro y fuera del país. 
De Nefertiti no podemos ni tan siquiera confirmar si fue la madre de Tutankhamon: durante mucho tiempo se creyó que fue su madrastra, pero estudios recientes parecen indicar que pudo ser su madre. De Tutankhamon sabemos que fue monarca apenas diez años siendo muy joven y no fue un gran gobernante. Sin embargo, tuvo la suerte de que uno de los faraones posteriores a él hiciera su tumba delante de la puerta de la suya, sellándola así y preservándola de los grandes saqueos. Por eso Howard Carter, cuando hace cien años excavó allí, pudo encontrar su sarcófago hecho en oro y lapislázuli y su mascara mortuoria y, en consecuencia, darle a este faraón un nombre eterno y una fama que supera a la de los grandes faraones egipcios, aquellos que hicieron grandes cosas, pero sus obras de arte se perdieron por el camino. También recordamos a Keops, Kefrén y Micerinos por sus pirámides y a Ramsés II por sus grandes estatuas: su biografía a la sombra de sus obras de arte.
Esto son solo ejemplos del antiguo Egipto, pero la historia se repite. ¿Quién fue en realidad la Mona Lisa para que todos queramos su foto? ¿Por qué se pagaron 135 millones de dólares por el retrato de Adele Bloch Bauer de Klimt, cuando solo era la mujer de un empresario vienés? ¿Alguien recordaría hoy a la Infanta Margarita, más allá de los historiares, si Velázquez no hubiera pintado las Meninas? El debate sobre la utilidad del arte siempre ha estado abierto, pero no es mi reflexión de hoy. Lo que yo me planteo, al pensar en estos nombres, es que tan solo necesitas un artista para ser inmortal.