Adolfo Yáñez

Aquí y ahora

Adolfo Yáñez


Aquel galileo que revolucionó el mundo

14/12/2023

Amplios sectores de la humanidad, en los cinco continentes, se disponen a conmemorar un año más el nacimiento de aquel galileo que convulsionó los siglos. Es muy escaso lo que conocemos de él, tan escaso que no faltan gentes que dudan de su existencia, ya que fue siempre de fervientes seguidores suyos de los que nos ha llegado lo poco que hoy sabemos de su humilde natalicio y, sobre todo, de su horrendo final. Entre ambos acontecimientos, existen treinta años de oscuridad en la vida de aquel enigmático "christós", o ungido, como lo denominó Pablo de Tarso. Fuera de lo que narraron sus apologetas bastantes años después de la crucifixión y, en algunos casos, sin haberle conocido, existen mínimas referencias a su persona en las crónicas históricas de Flavio Josefo o Tácito, referencias que los expertos temen hayan sido interpoladas por copistas deseosos de reforzar la idea de que Cristo no fue un mero producto de la fantasía mítica.
Pero ¿qué tuvo aquel galileo para distinguirse de otros predicadores que, desde siempre, recorrieron Oriente Próximo enardeciendo a las masas con profecías, anunciando parusías o curando enfermos y resucitando muertos, igual que él lo hizo? ¿Qué tuvo para sobresalir sobre contemporáneos tan carismáticos como Apolonio de Tiana o el samaritano Simón de Gitta? ¿De qué excepcional capacidad de persuasión gozó para que las generaciones posteriores hayan otorgado autenticidad a hechos suyos que en los demás consideran burdas ficciones? 
En él y sólo en él se volcaron doctrinas sincréticas, afinidades esenias, rebeldías de zelote e, incluso, atributos de dioses persas, griegos y romanos. Heredó prerrogativas que pertenecían a Mitra, Osiris o Dionisos y circunstancias de cultos mistéricos como nacer de madre virgen en el solsticio del «sol invictus» y volver a la vida al tercer día de morir. Tras Pablo de Tarso, genuino arquitecto del cristianismo, inmensidad de fieles le aceptaron como mesías y le convirtieron en divinal bisagra entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Su nombre y su influjo crecieron de tal modo que alcanzaron a los gentiles gracias a comunidades cristianas que se implantaron por doquier. Éstas fueron muy variadas y hubo necesidad no sólo de estructurar con solidez la nueva doctrina que se abría camino, sino una férrea jerarquía que erradicara herejías y desviacionismos. Ya en el siglo IV, Constantino, convertido a la fe cristiana, propició el sínodo de Nicea del que salió el credo, resumen de los dogmas que se debían acatar, especialmente el incomprensible de la Trinidad, fusión de Cristo con el Padre y con el Logos para constituir los tres un solo Dios. Lo califico de incomprensible porque san Gregorio de Nacianzo nos invitó a obviar cualquier pretensión de racionalizar tan complejo misterio. Después de Nicea, hubo concilios en Constantinopla, Éfeso, Calcedonia, etcétera y, en tiempos de Teodosio, el cristianismo logró el privilegio de ser la religión exclusiva del Imperio, superando sus raíces judaicas e injertándose en la cultura grecorromana y universal.
A partir de entonces, la fe en Cristo se afianzó en el orbe entero y hoy, con 2.300 millones de católicos, de ortodoxos y de reformados, es la fe más importante que existe. Resulta evidente que aquel humilde galileo ha supuesto una gigantesca revolución para los humanos, al empujar a millones y millones de personas a dejarlo todo por él, a vivir para él y a servir a otros por él. También es verdad que algunos le han utilizado para justificar felonías, pero esas maldades no eclipsan el martirio de infinidad de seres inocentes que murieron con su nombre en los labios, o el amor de la legión de mujeres que entraron en la clausura de monasterios para convertirse en sus místicas esposas, o el arte, la cultura, la filantropía y el bien inmensos que en su honor gentes admirables realizaron. No, absolutamente nadie ha influido tanto en la humanidad como aquel galileo que, en estas vísperas de una nueva Navidad, sigue siendo referencia, consuelo y bastón en el que muchos apoyan su tránsito por el mundo. Desbaratarles ese apoyo y robarles ese bastón y ese consuelo, sería la más cruel de las iniquidades.