José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Cuerpo a tierra

23/06/2023

«Monotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín». Estos días en que las aulas se vacían, las tardes se alargan y la meteorología huye del tedio invernal del «Recuerdo infantil» de Machado, me quedo con esa imagen del aula soriana: Caín huido tras matar a su hermano con una quijada de asno. Sucinta pero acertada metáfora de España y su peculiar carácter. Goya también lo captó en la pintura negra con dos hombres peleando a garrotazos en el barro. No los imaginó hundidos en él, sino sobre un prado de hierba, pero hubo que recomponer la obra tras el traslado del fresco de la Quinta del Sordo al lienzo. Da igual, como les decía, estimados tres lectores, es esencialmente hispano, aquello en lo que somos artistas excelsos: la agresión al igual, al hermano, al par.
La buenista filosofía que nos embarga desde la revolución francesa dicta que cualquier enfrentamiento es condenable, pero la historia de la humanidad ha sido lucha. Comunidades y países han adquirido forma e idiosincrasia en la guerra. Se hace grupo peleando con el otro, con el ajeno, y queda la xenofobia al extranjero, a lo desconocido, que se enraíza no tanto en prejuicios actuales como en atávico recuerdo de que la relación fuera de la tribu exigía llevar la mano en la empuñadura de la espada.
Desde hace siglos hemos dado en España una vuelta más de tuerca a esta antropología y, trascendiendo lo xenófobo, abrazamos la «parofobia», si es que existe la palabra, que representaría el odio al conocido, al semejante, al hermano. Nos recreamos en el enfrentamiento interno, los antaño enemigos de fronteras afuera se tornan aliados para subyugar a nuestros convecinos. Y si en un sito destaca esta actitud es en la política. Los rivales ya no son ideológicos, con los que discrepamos en visiones del mundo, en análisis de los problemas o en sus soluciones. No disputamos con los que compiten en el ejercicio del poder, en su búsqueda o en el vano afán por preservarlo. No, a garrotazos, a «quijadazos», en cainita ejercicio, a quienes odiamos —con la mayor de las inquinas, con la máxima voluntad y empeño— es a los correligionarios que opinan como nosotros y han compartido años y azares agazapados en la misma trinchera. Basta un breve tumbo de la peonza del poder, un rechazo, un cambio en la prelación, para que los que durante décadas fueron esforzados y valientes compañeros, amigos del alma, hermanos de sangre, pasen a ser indignos gestores, infames políticos a los que se asignan las peores lacras, se cuelgan los mayores sambenitos, se lapida sin compasión. Nadie odia mejor que el que necesita argumentos para hacerlo, el que intenta renacer sobre cadáveres amigos. El roce no solo hace el cariño, también engendra monstruos, volviendo a Goya.
Don Pío Cabanillas, gallego ejerciente —«Todavía no sé quiénes, pero ganaremos»— y fabuloso intérprete de la clase política que le tocó vivir, la del tardofranquismo y la Transición, popularizó ese otro dicho que, vista la situación por la que atraviesan derechas e izquierdas, tirios y troyanos, propios y ajenos, está más viva que nunca: «Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros».