Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Paisaje navideño

21/12/2022

El otro día estuve garbeándome un rato por Madrid, viendo escaparates, luces navideñas y, sobre todo, gente en general, que es lo que por aquí no se ve. Cuando digo gente, me refiere a público anónimo, ciudadanía de paso que parece puesta por el ayuntamiento para dar ambiente pero que nada tiene que ver contigo, como los guardias de tráfico o los maniquíes de los escaparates. Están ahí, estorban un poco, pero se agradece su paso alborotado para quienes paseamos las ciudades de provincia parándonos a cada momento con éste o aquella. Madrid, en Navidad, es una ciudad simpática porque está recorrida de imágenes viejas que conocemos todos de tal o cual anuncio o esa u otra película. Es como un Nueva York de andar por casa, más de paisanaje local y turisteo. Luego me volví para casa, sin comparar, porque es de mal gusto y, además, nada se gana con esas cosas. Era ya lo suficientemente tarde como para que las calles se quedaran desiertas. Entre aquello y esto, pensaba yo, debería de haber un lógico punto medio, unas tantas personas que no tengan miedo a pasearse a pesar del frío. Pero no; no lo hay. Las diez y tantas de la noche son aquí y ahora como debieran de serlo en el siglo XV, cuando sólo la luna iluminaba las calles y salir era de gente de mal vivir o de panaderos que no tenían otra que trabajar de noche. Así que, muchas veces y para orearse uno, no le queda más que irse, autopista abajo, hasta los madriles. Nunca he entendido bien esta costumbre, por otro lado muy europea y cívica, de no andar trasnochando y retirarse pronto a casa, al calor de la calefacción y al divertimento de la tele o de lo que cada uno quiera. La cuestión es que llega la Navidad. Y el centro de la ciudad parece cobrar una vida inusitada y quizá algo ficticia, como de cuento de Dickens, elaborada a partir de cenas de empresa, de niños en busca de regalos, de tiendas en busca de clientes... Y lo que durante el año es un erial humano, en estos días se transforma en un baño de humanidad que llena las pocas cafeterías y los restaurantes como si el año nuevo, a la vuelta de la esquina, viniese repartiendo estopa a los que se atrevieran, por error u osadía, a salir de su portal una noche cualquiera. Pienso en esos meses en que, quizá, no haya aquí dinero para tanto día que trae el año. La gente sobrevive con rentas que, a una hora en coche, puede que se doblen. Alguna vez, supongo, porque ya no sabe bien uno de qué ha hablado y de qué no en esta columna, lo habré explicado. No consiste la cosa en que Ávila, de la noche a la mañana, duplique su población si va a seguir siendo una población apenas quejumbrosa, algo más conformista y de escaso capital, salvo para la caña del domingo y, si le queda, la del viernes por la tarde. Consiste en que las familias vivan algo mejor, no tengan pensiones de las de por bajo ni sobrevivan con un sueldo familiar y poco más. Consiste (y no se lo he oído a político alguno) en mejorar la vida de la gente. Así que disculpen esta columna de hoy, algo dickensiana también y algo amarga en lo que tiene de queja, pero también algo dada al regocijo común de la Navidad, esa fiesta en la que algunos celebramos un nacimiento y otros una reunión familiar o unas fiestas de invierno. Digamos que es el deseo de uno para este año que comenzará en unos días. Para los lectores que uno tenga, supongo que unos días más y otros menos, también van mis mejores deseos. Pero, sobre todo, que el próximo año deje en nuestras calles algo más que un paisaje de impotencia y frío. Feliz Navidad.