Han pasado 10 años desde que Anders Breivik llevase a cabo la matanza en Oslo y Utoya, matando a 77 personas e hiriendo a otras 319. Una década desde que aquel 22 de julio de 2011 se convirtiese en uno de los días más negros de la Historia del país escandinavo, los noruegos perdonan, pero no olvidan. Y, precisamente, lo que quieren es dejar de recordar la tragedia. De hecho, a punto de cumplirse el décimo aniversario de la masacre, en Utoya no quieren mirar atrás y se ha desatado la polémica: las autoridades están impulsando la construcción de un memorial con 77 columnas de bronce en homenaje a las víctimas y los vecinos de la zona se niegan a su levantamiento. No quieren tener que recordar a diario uno de los episodios más dramáticos de su vida.
La herida la abrió un ultraderechista convencido de que tenía que «castigar» al Gobierno laborista por su política multicultural que, a su juicio, permitía la convivencia de diferentes nacionalidades, razas y creencias religiosas en un mismo espacio. Quería dar una lección a los progresistas por permitir que el Islam «invadiera» su país. Fue un «crimen atroz, pero necesario», un acto «patriótico» contra quienes amenazaban la «integridad» de la nación nórdica, justificó en el juicio en su contra.
Por eso mismo, Breivik, que llevaba varios años ideando su ataque, decidió actuar aquella tranquila jornada de verano. Pasadas las tres de la tarde, se produjo una explosión en el barrio de Oslo donde se congregan la mayoría de ministerios. Fue un coche bomba que acabó con la vida de ocho personas, aunque no logró su objetivo inicial: matar al entonces primer ministro, Jens Stoltenberg -actual secretario general de la OTAN-. Pero sí sirvió para generar tal caos que el asesino tuvo vía libre para rematar su plan: viajar sin problemas a la isla de Utoya, al norte de la capital, donde se congregaban las juventudes laboristas.
Disfrazado de policía y armado con un rifle y una pistola, Breivik comenzó a reunir a cuantos se encontraba bajo la excusa de llevar a cabo un control de seguridad. Tras congregar a decenas de personas, comenzó a abrir fuego contra ellas. Llegó a disparar durante más de una hora al grito de «¡Tenéis que morir todos!». Mató a 69 personas.
Falta un análisis
La actuación del joven neonazi encendió las alarmas en un país hasta entonces tranquilo, donde se generó una gran inseguridad. Un informe de una comisión independiente publicado en 2012 aseguró que el primer atentado se podía haber evitado con un sencillo gesto: cerrar una calle, una recomendación incumplida durante años en el barrio gubernamental. Además, también desveló que la respuesta tardía de la Policía fue determinante para que en Utoya se produjese la matanza.
Además, la radicalidad de Breivik, fundamentalista católico, nacionalista e islamófobo, fue aprovechada por el Partido del Progreso -que el asesino dejó por considerar su ideología demasiado blanda- para sacar pecho en las urnas, aprovechando, además, el descontento con los laboristas por su mala gestión del atentado. Desde 2013 y hasta 2020, esta formación extremista y xenófoba ha sido determinante para formar Gobierno y ha sido parte de diferentes Ejecutivos de coalición.
Aunque hubo una condena unánime, la desequilibrada visión de Breivik no fue un caso puntual. Incluso, sirvió de inspiración para otras matanzas ultradrechistas, como el atentado de Christchurch, en Nueva Zelanda, cuyo autor citó al noruego como su guía.
Diez años después, hay «una discusión pendiente sobre la matanza de Utoya» y de lo que se puede hacer para «evitar que algo así ocurra de nuevo», aseguró recientemente el director noruego Erik Poppe, autor de la película Utoya. 22 de julio (2019). Sin embargo, ese debate no llega. De hecho, la masacre se ha convertido en un tema casi tabú. Y es que se calcula que una cuarta parte de su población conoce de forma directa o indirecta a alguna de las familias afectadas.
Por eso, es un asunto que se prefiere no tratar. Solo cuando se celebra el aniversario de la matanza, de manera puntual y en homenaje a las víctimas. Pero solo cada 22 de julio. En Noruega prefieren esconder la cabeza y no rememorar el dolor. Porque las heridas, a pesar del paso del tiempo, aún no han cicatrizado.