Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


El pelo y los populismos

25/10/2023

Roland Barthes trató sobre los mitos contemporáneos y halló, entre otros muchos, que la forma más sencilla que tuvieron los actores norteamericanos de Hollywood para interpretar personajes de la Roma clásica era hacerse ver con un flequillo. Hagan un ejercicio de memoria. Recuerden a Paul Newman en «El cáliz de plata». O a Stephen Boyd, un hombre que siempre se peinó hacia atrás,  haciendo de Mesala en «Ben Hur». O a Russell Crowe en «Gladiator», por poner un ejemplo más reciente, con un rapado apto para la gálea romana pero con caída de pelo sobre la frente. Todos y cada uno de ellos se caracterizaron con un elemento fundamental: el flequillo. Pongan un flequillo en un rostro anglosajón y tendrán un romano de cine, un deneí que te concede la ciudadanía romana aunque descendieras de la pérfida Albión, como le gustaba llamar a Inglaterra a Napoleón, otro flequillista de manual. El corte de pelo tiene algo de mito moderno, nos define socialmente. Llevar el pelo engominado y algo largo por la nuca, sobre todo si ha encanecido ya, parece evocar un alto poder adquisitivo. No en vano, hace no mucho tiempo, fue noticia una cuenta de Instagram bajo el nombre de «Pel de ric», algo así como «pelo de rico», dedicada a captar fotografías de señores adinerados que tenían en común, no un barco en Mallorca, no un coche de lujo, sino un pelo gris, peinado hacia atrás y con esa largura exacta que denota dinero en cantidades considerables. Pero, a poco que meditemos el tema, encontraremos hasta qué punto el peinado es central en nuestra cultura. Recuerdo el nombre que se le daba en mi infancia a la mayor parte de la modernidad del momento: melenudos. La melena evocaba lo mejor y lo peor según el punto de vista del hablante, de la misma manera que hoy puede considerarse un peinado borroka o un cardado de señora bien. El pelo como mito contemporáneo es asombroso. Estos días no salgo del mío viendo al candidato a la presidencia en Argentina, Javier Milei. Tiene un pelo enviadiable, en verdad, abundoso, regular, bien poblado con patillas de bandolero de Ronda. Y pensar en ello me ha llevado a imaginar también a sus aliados políticos mundiales. Donald Trump, en la amarillez del suyo, también presume de riqueza capilar. Y, de alguna manera, también a Abascal le delata un cierto hirsutismo, un gusto por la abundancia pilífera. Esto no es cosa de eso que se ha dado en denominar «populismo de derechas». Porque el de izquierdas no le va a la zaga. Ahí está la coleta de Iglesias, el bigote de Maduro, la masa de pelo de Evo Morales con raya al medio. Hay una herencia capilar inmensa en los extremos políticos, y, aún más, en el de los dictadores: el bigote de Videla, la barba de Castro, la melenilla y la barbita del Che, el bigote de Hitler, el de Stalin, la perilla de Lenin... No sé muy bien a qué se debe, qué relación existe entre el mito del cabello y la ideología. Fuera de estos azares políticos hay casos que dependen, supongo, de una simple cuestión de imagen personal: Aznar está mejor con bigote. Pedro Sánchez es un clásico (diríamos que conservador) en el peinado. Rajoy parece ser que se dejó la barba tras un accidente... Vivimos una época en la que el pelo nos señala, seamos o no hipsters, la tribu hirsuta por definición. No sé qué extraña relación existe entre la barba y el poder o el pelo y la ideología. Pero estoy por afeitarme, una vez pensado todo esto.