"Toda la vida preguntándome qué narices me pasa"

E.Carretero
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Javier López tiene 45 años y hace poco más de uno, y tras varios diagnósticos erróneos, dejó de dar palos de ciego y supo que ese sentirse «raro y diferente» desde niño era debido a un trastorno del espectro autista sin discapacidad intelectual

"Toda la vida preguntándome qué narices me pasa"

Personas que académicamente van muy bien pero en el momento de socializar en el patio están solos porque no tienen desarrolladas las habilidades sociales para hacerlo. Esa puede ser, como apuntan desde Autismo Ávila, una de las señales que nos lleven a pensar que detrás de este comportamiento puede haber una persona con trastorno del espectro autista sin discapacidad intelectual asociada. Así le pasaba desde niño a Javier López, abulense de 47 años, que reconoce que desde pequeño «me sentía raro y diferente» pero «al mismo tiempo aceptado» sobre todo en la niñez cuando, recuerda, «me veían peculiar, pero mis compañeros de clase lo atribuían a la timidez e introversión». Sin embargo, y pese a esa infancia «normal», este licenciado en Física por la Universidad de Salamanca reconoce que en la adolescencia «ya se hizo patente que algo no funcionaba». 

Apunta Javier que antes de contar con el diagnóstico de TEA, que llegó hace menos de dos años, ya de adulto y como les pasa cada vez a más personas con trastorno del espectro autista, siempre convivió con la sensación de que su vida era «especial y diferente». Sin embargo, reconoce, a esta condición no le da ahora especial importancia consciente de que esto «le ocurre a cualquiera que tenga cualquier tipo de discapacidad o trastorno». «Un ciego vive de otra forma»,  pone como ejemplo Javier que apunta que en este caso  la diferencia radica en que «todo el mundo entiende en qué consiste no ver, mientras que el autismo es más difícil de comprender. Ser autista significa vivir replegado sobre uno mismo y con un gran mundo interior».

Eso sí, hasta llegar al diagnóstico definitivo Javier tuvo que pasar por muchos erróneos que no daban respuesta a lo que él sentía. La principal razón por la que su diagnóstico  se demoró, reflexiona, «es porque el TEA o autismo se ha incorporado de forma generalizada tanto en los sistemas educativo y sanitario hace más bien bastante poco», reconociendo que quizás con un diagnóstico anterior y ciertos apoyos hubiera podido seguir con  su trabajo como profesor de Secundaria «con total normalidad, aunque claro, esto sólo son hipótesis». Y es que en realidad este abulense  con TEA reconoce no haber «necesitado ni una sola adaptación ni trato especial a lo largo de mi vida y haber competido y logrado lo que he conseguido en igualdad de condiciones», lo que incluye, por ejemplo, una plaza como profesor en Madrid. 

El diagnóstico, que llegó en 2022 de forma oficial si bien desde seis años antes ya era «una sospecha con mucha fuerza», le supuso «el fin de una larga búsqueda». Y es que explica que  «lo que me llevó a ese diagnóstico fue dar vueltas y vueltas buscando la verdad y llamando a infinidad de puertas. Toda una vida preguntándote qué narices te pasa». De hecho, recuerda que el diagnóstico oficial lo tuvo tras su «desacuerdo en que me pusieran a perpetuidad medicación para el trastorno bipolar» y en el mismo tuvo mucho que ver la Asociación Autismo Ávila. 

Antes de confirmar que detrás de ese sentirse «diferente» había un trastorno del espectro autista Javier tuvo que pasar por «cinco o seis diagnósticos» previos. «Me han diagnosticado de todo y me han sometido al efecto de infinidad de psicofármacos, algunos además desaconsejados para el autismo», recuerda ese periplo médico lleno de diagnósticos erróneos que, reconoce, «me supusieron mucho sufrimiento pues discrepaba de ellos y además me han hecho perder la pista de lo que me pasaba realmente».  

«Cuando sospeché tener TEA tras diferentes lecturas no sólo fue fácil de aceptar, sino que además por fin encontré respuestas», reconoce este abulense que antes de saber qué es lo que le pasaba «simplemente creía que era muy rígido mentalmente y que me costaba adaptarme a las situaciones, experimentado fácilmente niveles elevados de ansiedad». 

En ese camino hasta saber qué es lo que le pasaba, reconoce Javier que no fue la incomprensión social, donde «hay de todo y depende de cada individuo», lo más difícil de llevar sino  el «dar palos de ciego y no abordar el problema de la forma adecuada, tomando además medicamentos que te ayudan poco o directamente son contraproducentes».

«Siempre he tenido un déficit de habilidades sociales», comienza a explicar Javier lo que implica el síndrome de Aspergen que le lleva, por ejemplo, a tener dificultad para disfrutar «de algunas actividades de grupo de trasfondo social, como fiestas, juerga nocturna y discotecas o excursiones». En cualquier caso, reconoce, su trabajo de profesor «me ha ayudado a perder la fobia social y a tener soltura en hablar en público» a lo que también ha contribuido que «con el tiempo me he entrenado y a través de observación y análisis he aprendido a adaptarme en parte a diferentes contextos y situaciones sociales». 

«Los asperger que tenemos una inteligencia superior a la media  suplimos carencias con una inteligencia analítica» que en su caso ha potenciado formándose «continuamente en conceptos de psicología y salud mental, lo cual me permite crear categorías en las que encasillo a la gente, tras llevar a cabo un perfil psicológico de cada persona que me encuentro sé qué puedo esperar de ella y como tratarla. Eso me ayuda a adaptarme a un mundo caótico». También le ayudan las rutinas y «el hacer lo mismo y frecuentar los mismos lugares y personas» por cuanto «mantenerte en lo conocido» le ayuda a «evitar la ansiedad y el desconcierto de lo imprevisible y caótico».