José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Juice

14/04/2023

La noche del 7 de enero del año de nuestro Señor de 1610, Galileo, el hijo mayor de los florentinos Giulia Ammannati y Vincenzo Galilei, apuntó su telescopio al cielo. Era un artefacto construido tras enterarse de cómo el holandés Hans Lippershey había logrado usar lentes para ver objetos lejanos e invisibles al ojo desnudo. Galileo Galilei, científico multidisciplinar renacentista comparable solo quizás al gran Leonardo, se dio cuenta de que ese nuevo invento le ayudaría a entender la dinámica celeste. Era una época en que colisionaban los aristotélicos –defensores a ultranza de un modelo de universo con la Tierra en el centro y los astros girando a su alrededor– y los copernicanos, para los que todos los objetos exceptuando la Luna orbitan al Sol.
La noche de la que les hablo, estimados tres lectores, Galileo dirigió su mirada a Júpiter, el padre de los dioses. Y se dio cuenta de que veía tres estrellas –noches más tarde la cuarta– a su alrededor. Pronto se percató de que no eran estrellas, sino satélites que, cual la Luna, orbitaban a su vez a otro cuerpo celeste. Ese hallazgo decantaba el modelo hacia el heliocéntrico que conocemos hoy, contribuyendo a una revolución no solo astronómica sino social, que le granjearía años después el famoso juicio ante la Inquisición. Galilei nombró a estos cuerpos «astros mediceos», en honor de Cosme de Médicis, gran duque de la Toscana y antiguo alumno.
Pero otro astrónomo alemán, Simon Marius, coetáneo de Galileo, reclamó haber visto antes que él los satélites del mayor planeta de nuestro sistema solar. Se inició entonces una de las disputas más enconadas que se recuerdan para reclamar la paternidad del descubrimiento. Parece que el italiano fue el primero, y así se lo reconoce la historia, pero al final fue el alemán el que, aconsejado por su paisano Kepler, bautizó con el nombre que hoy conocemos a las lunas de Júpiter: Ío, Calixto, Ganímedes y Europa, cuatro de las conquistas amorosas –a veces forzosas– de Zeus/Júpiter. Por supuesto hay más lunas, hoy se conocen hasta 92, pero las galileanas, las mayores, tienen un especial interés al ser candidatas a la existencia de condiciones favorables para la vida. Al menos en tres de ellas se cree que existen océanos de agua en estado líquido bajo costras y mantos helados.
Los humanos somos curiosos, y eso nos mueve a construir aparatos de aumento y dirigirlos a las profundidades oscuras de los cielos para descifrar qué somos, dónde estamos, a dónde nos encaminamos, si esta aventura la corremos solos o acompañados, cómo empezamos a existir. Pero para averiguar todo eso no basta con un telescopio, hay que explorar, llevar nuestros mejores instrumentos lo más cerca posible del objetivo. Si hay buen tiempo, hoy despega desde la Guayana Francesa un cohete Ariane 5 portando la sonda JUICE, de la Agencia Espacial Europea, ESA. Diez avanzados experimentos inician un viaje de más de ocho años hasta al gigante gaseoso donde empezará un exótico baile visitando varias veces esos puntitos que vislumbró Galileo y acabando como luna de una de sus lunas, Ganímedes. Seguro que, de estar vivo hoy, el florentino sonreiría alegre y susurraría otra vez su apócrifo: «Eppur si muove».