Qué se le va a hacer, estimados tres lectores: me gusta lo caduco, decadente, decimonónico. Me encantan los recuerdos atrapados en viejos objetos en desuso, el anacrónico lenguaje de las novelas ajadas por hojeo y siglos o el incomprensible pervivir de tradiciones fuera de lugar mucho más que los prodigios del progreso y la tecnología. Soy más de pluma que de teclado, de papel que de pantalla; imprimo las tarjetas de embarque cuando vuelo y llevo efectivo en la cartera. Tendrá que ver con ser abulense, blaugrana y taurino, aunque cual gallina y huevo no sé qué fue antes. No renuncio al mundo de hoy, pero admiro el que se fue antes de que yo fuese. Más sufrido, seguro, pero más estético.
Por ello este fin de semana mi pulso aumenta, mis pupilas se dilatan y noto gorriones revoloteando en el alma. ¿Qué hay más trasnochado y demodé que una jornada electoral? Nuestros bisabuelos de la Restauración no se sentirían ajenos. Todo es de hace siglos: urnas –el metacrilato previene pucherazos, pero el concepto es el mismo–, colas en edificios públicos, policías a la puerta, papeletas –en el Senado hay que marcar nombres con un boli, ojalá fuese con pluma–, cortinas y cabinas. Y personas leyendo nuestro carné, no máquinas, buscándonos en listas impresas y tachando el nombre con regla y marcador. Un lujo de primitivismo. Rituales transmitidos de generación en generación como fiesta de la democracia. Como colofón, un recuento a mano de montoncitos de papeletas, esa equis aquí o allá para, al final, volver al boli –¡pluma!– y anotar el resultado en unas hojas que habrá que llevar al juzgado.
Me apasiona que en este turbulento e incierto cuarto de siglo, dominado por los datos, lo digital, la interconexión, los bitcoins y el silicio sigamos todavía así. ¡Desplazarse para votar! Nada de una «app», como al abrir una cuenta en el banco, pagar a Hacienda o las multas de tráfico, no. En persona. Me dirán que se puede solicitar desde el móvil el voto por correo, y un Miguel Strogoff te lo trae a casa montado en moto amarilla, cual repartidor de Glovo. Cierto, pero, ¿son conscientes de la maravilla? ¡Por correo! Echar una carta, ¿cuándo fue la última vez que lo hicieron? Si además exigieran ponerle un sello, sea la cara del rey, monumentos del patrimonio nacional o imágenes de nuestra fauna o flora, volveríamos a cuando nos escribíamos para contarnos cosas y no mandarnos miles de fotos y tonterías por Whatsapp. Qué placer. No me extraña que dos millones y medio de paisanos hayan optado por ello este verano.
No tengo palabras para agradecer a los presidentes del siglo veintiuno, Aznar, Zapatero –John Travolta repescado por el Tarantino Óscar López para la campaña–, Rajoy –innegable crack del surrealismo– o Sánchez que nos hayan protegido de la modernidad en lo electoral. Nadie quiere ser Estonia y votar desde el domicilio con un certificado digital, ¿no? Sería una tontería. La democracia –y sus resultados– no sería lo mismo, y quizás los elegidos tampoco, claro. Disfruten pues, estimados lectores, de este decrépito, arcaico, manual y sobre todo entrañable proceso al que nos siguen condenando. Ya que hemos de pasar por él, al menos apreciémoslo en su intrínseca belleza.