Ismael del Peso Jiménez

Los hollines de las llares

Ismael del Peso Jiménez


Navaluenga, entre la magia y la leyenda

04/09/2023

Los últimos trazos de la tarde lentamente se difuminan tras el horizonte en un ocaso que avanza sin prisas, con la parsimonia de una puesta de sol en los atardeceres interminables e inmortales del verano.
Las mujeres salen a los cotanos refrescando el suelo y suavizando el ambiente esparciendo calderos de agua en los corrales para salir al sentón a tomar el fresco. 
No necesitan wifi ni les preocupa si la señal de Internet flaquea por sobrecarga de la línea, o si ha llegado a su puerta la fibra óptica. No necesitan abrir el Facebook ni subir fotos a Instagram. 
Disfrutan la vida de otra forma. A su manera. Beben y degustan cada instante gota a gota. Saboreando las pequeñas cosas y los pequeños detalles que dibujan un gran día y dejan en los labios el regusto de una vida plena.
Los cuarterones de las puertas abiertos y las cortinas corridas para que en casa entre la «mareilla» de la tarde y aplaque el bochorno que lleva todo el día como una mula amarrada en la aldaba de la puerta con una traba de grillos de la pata a la mano que no le deja alejarse.
Se habla del calor, de la sofoquina que viaja en el ambiente, que lo hace tan espeso que no sólo se respira, sino que se mastica.
Se comenta la multitud de gente bañándose en el río, cómo los chavales se tiran al agua desde los lomos de los malacones de «la puente» y desde los tajamares que lo defienden a contra corriente y los dicen las botellas.
Cuentan a los nietos cómo era antes bañarse en el río, los arenales, los remolinos... y viejas leyendas iluminan la mirada atónita de los niños, con las rodillas «sollás» por los «esbarones» en los gorronales del río y los codos llenos de «matauras» Resplandecen en las pupilas de los mayores, felices y orgullosos por la satisfacción y el interés que despiertan en los pequeños atónitos y expectantes.
Los posos que de esas historias cuajen en su memoria matizan las diferencias entre oír y escuchar.
La narración efusiva reseca el gaznate y nada mejor para ponerlo a punto que una calabaza de vino de garnacha, que a los paladares poco acostumbrados rascuña el gargavero como el zarpazo de un gato montés. 
Una tarra en la fresquera de peces en escabeche, con las esquenas mansas y doblegadas, que con la calor entran solos, complementan los escenarios de bureo por los cotanillos del pueblo. 
Las mujeres recogen en la jalda del mandil los sorejones de melocotón y los dejan en el «medio casa «para que el relente de la noche no los ponga suaves y amorosos echando a perder los días que llevan tendidos al sol. 
Los melocotones del suelo si están bien maduros, o se hacían sorejones o se envasaban en almíbar quitando con la navaja la abolladura del golpe. No valen para vender porque como dicen por aquí «no tienen vista». 
Una cuña de queso que sobró del almuerzo en las faenas del campo y unas virutas de jamón envueltas en un pañuelo con las puntas anudadas suponen para los pequeños un verdadero tesoro que arrebañan con gusto y que los abuelos han dejado a propósito. 
Les cuentan con orgullo que es queso casero, a la antigua usanza, con cuajo de chivo oreado al humo de la lumbre.
Recuerdan cuando merendaban pan con nata y leche helada, porque le leche era de verdad y no el agua blanca de cartón que beben ahora. 
Cuentan cómo desde bien pequeños merendaban rebanadas de pan de hogaza recién «encentao» bien empapadas en vino con azúcar. Que almorzaban una buena escuilla de calostros. Que nunca fueron a la escuela. El campo y el monte fueron sus pupitres. El ingenio y la necesidad fueron sus maestros, los más viejos, sus tutores y los pequeños descansos de una infancia diluida en un mundo de adultos, fueron sus recreos. Las clases se las impartía la vida montados en la albarda de la burra, ayudando a ordeñar antes de despuntar el día o yendo «al cuidao» de las cabras a la sierra para que no se las comieran los lobos.
Fueron infancias cautivas e hipotecadas, como reos del destino y prisioneros de su tiempo y de su historia.
Hombres prematuros escondidos en los trazos de cuerpos infantiles, con el carácter que imprimen los barrancos y el corazón templado en la fragua implacable de la Sierra. 
En las facciones de los abuelos, ya duras de por sí y el tono suave de la voz, hablando despacito y «al tran tran» intuyen los pequeños que los lobos eran como un virus pernicioso que ataca y desajusta sin remedio el software de la aplicación de juegos del móvil y ya no se puede reiniciar.
Al hablar de los lobos, perciben los pequeños el desaliento y el coraje en las pupilas de los abuelos y en sus palabras adivinan la perplejidad solemne que entrecorta el tono de su voz, mientras la magia de la noche se apodera del cotano y nadie se mueve del escaño, escuchando expectantes los capítulos de aquellas vidas que les resultaban tan ajenas e inverosímiles. 
Cuenta la leyenda que una joven doncella mora, enamorada de la belleza del paisaje del otro lado del río lo cruzaba por el vado en tiempos de estiaje a lomos de un caballo y en una balsa de troncos cuando el caudal lo hacía infranqueable de otro modo.
Gustaba la doncella de pasar las tardes tejiendo sus echarpes hasta que las últimas briznas de luces y los primeros atisbos de sombras envolvían el paisaje.
Una tarde de otoño, tan embelesada estaba la doncella en sus quehaceres y contemplando el máximo esplendor de la belleza de aquel paisaje que tanto la fascinaba, que sin apenas darse cuenta la tarde fue desapareciendo en las colinas y la noche oscura y profunda como la boca de un lobo se adueñó de la ribera. 
Eso era precisamente lo que más temía la muchacha. Los lobos.
No la intimidaba lo más mínimo la oscuridad ni lo incierto de la noche, pero le aterraban los lobos cuyos aullidos oía cada vez más cerca y presa del pánico corrió con toda la fuerza que sus piernas le permitían para alcanzar la balsa de troncos y cruzar el río hacia la orilla del poblado donde estaría a salvo del hambre inmisericorde de aquellas fieras.
Aquel remanso de aguas mansas que parecían reposar en aquel vado y que fueran en la mañana la puerta al paraíso del que estaba tan enamorada, podían convertirse en una alberca mortal siendo en el desamparo de la noche presa fácil en la emboscada de los lobos.
Quizá por eso, a las aguas que amansaban aquella alberca, las bautizaron El Alberche.
Cuando los pobladores de la aldea notaron la ausencia de la doncella corrieron en su busca con antorchas, chuzos y hachas encendidas en las manos para espantar los lobos.
Junto a la balsa de troncos sólo encontraron las trizas de las ropas de la chica, quizá doncella quizá princesa, y el ovillo de lana con que hilvanaba sus echarpes.
Había sido devorada por los lobos que triunfantes y desafiantes aullaban en la noche ocultos en las colinas. Tras la tragedia, los más viejos y sabios del clan lamentaron que la doncella habría salvado su vida si en aquel vado hubieran levantado un puente.
Y así fue como aquella misma noche empezaron las obras para construir el puente de Navaluenga en el enclave de la ribera del Alberche donde los lobos devoraron a la joven mora.
Pero la doncella amaba tanto aquel paisaje al otro lado del río que su alma no quiso nunca marcharse de aquellas aguas ni abandonar los paisajes cuyo amor había pagado con su vida entre las fauces de aquellas fieras.
A veces se la veía peinarse sus largos cabellos rubios con un cepillo de plata que destellaba desde muy lejos.
Se peinaba en la boca de una cueva donde su espíritu se cobijaba en las entrañas de aquella sierra que le robó el corazón, y a salvo de aquellos lobos que le robaron la vida.
Llamaron al lugar La Cueva de la Mora.
Dicen que la doncella está enterrada en uno de los sillares que sostienen el puente. 
Sus restos descansan en paz bajo las aguas del Alberche y la magia de aquellas aguas y aquellos montes que enamoraron a la doncella, impregnan desde entonces las riberas del paraje y protegen y bendicen a cuantos viajeros cruzan el puente de Navaluenga. 
Aguas prisioneras por toda la eternidad del encantamiento que cada cien años se manifiesta en forma de un enorme toro que emerge de las aguas del Alberche. 
Un toro que cada cien años se aparece en los sueños de algún vecino del pueblo en la noche de San Juan y únicamente puede librarse de sus embestidas enredando un rosario entre sus astas para devolver a las profundidades de las aguas la bravura y furia de la propia sierra en venganza de la muerte de la doncella entre las fauces infames de los lobos...
Un hombre podía quedarse completamente cano ante el encuentro súbdito e inesperado con el lobo.
El pánico que infunde su presencia y cercanía, el olor de la muerte en su aliento y la magia hipnótica de sus pupilas cuando te desafía con su mirada, teñían completamente de blanco el cabello del espectador. 
«Lupus est tibi visus» que decían los latinos. Pálido y amedrentado como el que ha visto a los lobos.
Quizá por eso Navaluenga tiene magia. Una magia que te hechiza y que te atrapa.
Una mirada hipnótica que enamora y la mayor de sus virtudes que palpita en el corazón de sus gentes.
Ese es el verdadero tesoro de estas tierras. La magia de sus gentes. Una magia que huele a petricor y a doncella enamorada. 
Navaluenga tiene nombre de mujer, la faz de un atardecer de otoño y el alma de una madre.
Pasados ya los idus de agosto, en la brisa de la sierra se barruntan aromas de fiestas. Aromas de Función. 
Sus gentes, ataviados con sus mejores galas rinden homenaje a su patrona.
La Virgen de los Villares estuvo siempre a su lado. En las buenas y en las malas. Y no dudó en aparecerse en los tiempos de lobos y rabia en una «desapartada de caminos», en mitad de unos arenales, advirtiendo a los caminantes del peligro de «perro malo».
Fue levantada una cruz en el enclave bautizando el paraje «La Cruz Del Arenal».
Y en medio de las leyendas, de la magia y los encantamientos, Navaluenga sigue siendo magia, sigue siendo leyenda y sigue siendo Madre.