"Una persona con discapacidad debe ser agente transformador"

Ester Bueno
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Fernando García, presidente de Fundabem Verde, afirma que no concibe la felicidad sin que la gente de su entorno esté feliz, y que el amor es el soporte de la vida

«Una persona con discapacidad debe ser un agente transformador - Foto: David Castro

Fernando García habla de solidaridad, de acompañamiento y de justicia durante toda nuestra conversación. Su afabilidad no está exenta de reivindicación y su sentido de la vida permanece, desde muy joven, enfocado a la ayuda y a la preocupación por los demás. Siempre dispuesto a aceptar retos y nunca enfocado en la palabra renuncia. Este leonés de carácter pausado y de voz conciliadora esconde tras de sí un niño que perdió a su madre a muy corta edad y a un joven que descubrió en Salamanca, en su época estudiantil, lo que era el servicio a los otros y la satisfacción del compromiso. «Formé parte de un proyecto en el que se pretendía crear un mundo nuevo, donde las personas nos pudiéramos desarrollar con libertad y siempre con la justicia como bandera», nos comenta. «Ayudábamos a chicos de zonas desfavorecidas, de Las Hurdes, de La Cabrera, les impulsábamos a estudiar para que se sacasen un  título y pudiesen ganarse la vida, y lo hacíamos con financiación comunitaria, cada uno aportábamos lo que podíamos. Pero el dinero no era lo más difícil, lo más complicado era compartir la vida, los sentimientos, las ideas, las vivencias». «Se trataba de algo sumamente enriquecedor, pero también muy duro, porque eran chavales adolescentes, desarraigados de sus municipios y nosotros teníamos solo 19 años. Eran personas muy jóvenes, curtidas ya en trabajos durísimos que veían el mundo con una realidad de supervivencia». 

¿Esta primera experiencia te marcó para tu bagaje posterior?

Absolutamente. Veía las circunstancias de estos chicos, algunos de ellos andaban descalzos en sus pueblos, con solo un par de zapatos para los domingos, y a su lado el despilfarro, la gran contradicción que nos llevaba a la pregunta sobre el sentido de justicia. 

¿Y tras tu etapa salmantina?

Tuve que hacer el servicio militar obligatorio y tras realizarlo decidí irme a Suiza para trabajar, como tantos españoles de aquella época. Ya había buscado un puesto allí y estaba a la espera para sacar el billete de ida. Pero estando en Madrid y a pocos días de marchar conocí a María, mi compañera de vida, y el amor, como pasa en muchas ocasiones, me llevó por otro camino. Estuvimos un año «sobreviviendo» en la capital, María iba y venía a Ávila, donde estaba su trabajo, y al final decidimos trasladarnos aquí. Recuerdo que la primera noche no podía dormir a causa del silencio, no había ruido de tráfico, una paz repentina. 

¿Qué recuerdos tienes de esa Ávila primera?

Nos gustaba el cambio de estilo de vida, una ciudad asequible, paciente, pero también muy dura y cerrada en algunos aspectos. Te hablo de hace muchos años ya. En el primer momento María trabajaba y yo no, y así me hacía cargo de llevar a mi hija al parque o de hacer las tareas de casa, las compras. Eso era raro todavía. También recuerdo la afabilidad del trato de la gente, que te fiaba en las tiendas, por ejemplo, si olvidabas la cartera, o personas que siempre tenían una palabra amable, cercana. Aquí nacieron nuestros hijos biológicos, Irene y Alejandro, pero tenemos muchos más porque hemos sido casi desde el principio familia acogedora, desde hace 33 años. 

¿Cuál es esta experiencia de acogimiento y por qué hay que hacerlo?

La pregunta es por qué no hay que dejar de hacerlo. Tenemos tantísima suerte que es necesario compartir y tenemos también una responsabilidad como sociedad. Hemos acogido niños de distintas edades en acogimientos temporales y permanentes, y es la Administración la que dispone. Nosotros abrimos nuestra casa para apoyarles en lo que sea posible, en su crecimiento, en sus tareas escolares, en su vida. Mucha gente piensa que después la separación es muy triste, cuando vuelven con sus familias biológicas, y es cierto que hay algo de melancolía quizás, pero también una gran satisfacción de ver cómo van saliendo adelante. Son niños que vienen de familias muy desestructuradas, o cuyos padres no pueden hacerse cargo por diferentes circunstancias difíciles, porque la Administración antes de retirar una custodia lo valora mucho y trata de buscar caminos intermedios. Las familias acogedoras estamos ahí para intentar  restablecer el equilibrio emocional de los menores, en poco tiempo van abriéndose, cogiendo confianza, estando mejor. Pero nunca se olvidan de sus familias, las quieren, y sus familias les quieren a ellos. Son, en muchas ocasiones, periodos de transición necesarios, una ayuda importante por el bien de los niños. Para los trabajadores de los Servicios Sociales es también un trabajo duro y complicado y existe, por esa emocionalidad que conlleva, una rotación habitual de estos empleados públicos, a los que hay que apoyar y reconocer su esfuerzo para fidelizar ese trabajo imprescindible en unos espacios sociales tan sensibles. En otro orden de cosas, opino que cerramos mucho los ojos a la realidad que nos rodea porque existen situaciones tan dolorosas, tan difíciles, y las estamos obviando. Somos una sociedad con recursos suficientes para que no haya pobreza y sin embargo estamos rodeados de ella. Tenemos que exigir que se termine con la pobreza y explicitar esa hipocresía enorme que se crea alrededor de la palabra «igualdad».

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