Las 40 garrapatas de un genio

Darío Juárez Calvo
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Migue Benítez nos dejaba en el julio negro de 2004, a los veintiún años, para irse a quemar las tablas del cielo más alto cantándole a su luna de papel letrillas de Jerez por soleás

Las 40 garrapatas de un genio

«El camino de la verdad es este. Tira por ahí, que eso es lo garrapatero». Al periodista y productor Manu Benítez le bastó abrir la carpeta de Matajare de su hermano Migue para entender el recado, llamado Cómo apretar los dientes, que el Poeta Encadenado 'le había encomendado': «Constantemente me daba guerra con que quería sacar un disco en solitario. Yo le hacía sugerencias, correcciones en las letras... Y cuando ya falleció y volví a esos cuadernos, vi que había hecho los cambios que le había sugerido. Aunque tenía mis dudas de si sería capaz de estar o no a la altura, fue en ese momento cuando encontré fuerzas para decir: mi hermano confiaba en mi criterio y voy a intentar hacer esto como si estuviera aquí al lado mío».

Migue Benítez nos dejaba en el julio negro de 2004, a los veintiún años, para irse a quemar las tablas del cielo más alto cantándole a su luna de papel letrillas de Jerez por soleás. Este martes, 20 de junio, se asoma a los 40 soplando las velas desde ahí arriba como el último eslabón del flamenrock más vacilón y padre de la estirpe garrapatera, aquel niño que soñaba con la rosa del pañuelo de Camarón; con el albero de la Frontera; con los bichos que nacen de los claveles; con el oro y el moro; con los sonidos calés que flotan inmortales sobre los posos de la vieja Andalucía sintetizados en las calles de Jerez.

De donde tenía claro que nunca se marcharía. Donde con apenas catorce años ya le había puesto letra a ese himno que es hoy El Aire de la Calle.

La barriada de la Granja, y su casa en el campo, cerca de San José Obrero, había visto crecer a los hermanos Benítez. Al Podenco/Búlgaro/Cuerdo garrapatero le volvían loco los animales, hasta el punto de llegar a criar pájaros y encapricharse con un caballo de un señor que le debía dineros a su padre de unas alpacas, invitando a su progenitor a saldar la deuda trayéndose el jaco a casa. Pero el Migue y su generosa imaginación no se conformarían sólo con montar: «¡le dio por decir que quería ser rejoneador! Fíjate tú la flipada del niño, ¿sabes? Iba corriendo con el caballo de un lado a otro poniendo banderillas a las alpacas», recuerda Manu entre risas.

Con ocho o nueve años, el nieto pequeño de «Los Paternero» empieza a escuchar a Kris Kross, MC Hammer, Bobby Brown… Es con el rap americano, con sus rimas y sus bases, cuando echa a volar su creatividad musical, ajeno al rock momentáneamente hasta que un día Manu le pone a beber de Nirvana. Migue, empujado por su hermano, se empieza a empapar de la guitarra de Kurt Cobain mientras alucina con los nuevos sonidos que salían de Triana, Pata Negra y hasta del flamenco soul de Los Chichos. Pero es un día de verano, allá por el 97, cuando decide escuchar el disco de Veneno y aquello le cambia los esquemas para siempre: «Tuve la suerte de estar con él ese día en el que puso por primera vez el disco de Veneno y la cara que puso el Migue no tuvo nada que ver con la que puso cuando descubrimos a Pata Negra o cuando descubrimos a Triana. Era otra cosa muy distinta. Sobre todo porque en Pata Negra y en Triana hay una parte eléctrica que a él no le terminaba de gustar como la parte acústica. Entonces descubre el disco de Veneno, con esos redobles de batería sonando a la vez que las guitarras, y en ese momento ve posible hacer punk con guitarras flamencas y batería. Ahí Migue encontró la piedra filosofal. Ya está. Como diciendo, me acaban de demostrar que es posible hacer lo que yo quiero hacer», cuenta el primogénito de los Benítez.

Un golpe del destino fue la consecuencia de que La Cayetana, aquella Derbi Variant blanca engalanada con pegatinas de Triana, Veneno y Camarón, se presentase una mañana en casa de un atónito Diego Pozo, —al que Migue y el Canijo habían conocido en el escalón de la Pescadería Vieja de Jerez, frente al pub 2 Deditos, después de uno de los conciertos de Diego y su banda de jam de entonces— para que le enseñara, previo acuerdo, a tocar blues gitano con la guitarra de palo que tenía aparcada desde la primera comunión, como lo hacía Pata Negra. Al Ratón ya nadie le sacaría de su asombro descifrando el ángel que tenía dentro ese chico, ni al chico de su cabeza la idea de hacer del rock andaluz un género propio; un género de autor con todas las herramientas que esos grupos le habían puesto delante en forma de sonidos.

Las letras como puñales que salen de la garganta del Migue empiezan a sonar como el crepitar de un incendio imposible en mitad del Ártico. La fusión permanente de sonidos le hacía observar cada noche aquella materia sideral imperecedera a través del telescopio cósmico de su creativa imaginación, lista para ser grabada. Había llegado el momento de la verdad; todo estaba presto en su cabeza: «Canijo, nos vamos a llamar Los Delinqüentes», le dijo a su compare una mañana del enero del 98.

Y así, con la ilusión de los quince de Migue y los dieciséis de Marcos, fue como echó a andar aquel proyecto que pondría su primera piedra a finales de ese mismo año y principios del año siguiente (1999), cuando Manu decide grabarles la primera maqueta de cuatro canciones en videocámara, que acabarían grabando después en los Estudios Pegamento de Jerez, vendiendo copias por gasolineras a 500 pesetas con la ayuda copiosa y divina de una torre de ordenador con dos entradas para CDs. Josema García Pelayo, su productor, les lleva a La Bodega —su estudio de grabación—, para grabar una tercera maqueta que sería la que acabaría distribuyendo por diversas discográficas las cuales, aún gustándoles lo que habían escuchado, no se deciden a encontrarse con Los Delinqüentes para formalizar la grabación de su primer disco de estudio.

Es entonces, con el comienzo del nuevo milenio, cuando Migue decide dar el paso más importante y valiente del 'ahora o nunca': «Se plantó un día y dijo: 'Si no vienen ellos a Jerez, vamos nosotros a Madrid a que nos vean, porque les vamos a gustar'. Y cogieron el coche y se fueron para Madrid. Cuando estaban llegando les avisaron y les pidieron que les buscaran un sitio para tocar». En los sótanos de la discográfica Virgin situados en la calle Hortaleza, El Rincón del Arte Nuevo y La Boca del Lobo, donde darían sus primeros conciertos en Madrid.

A partir de esos bolos, las casas discográficas se empiezan a pegar por esos chicos de Jerez que habían conquistado sus oídos. Tras rechazar una oferta de Sony, Los Delinqüentes confían todo a Virgin, con quienes acabarían firmando en el 2000 y lanzando en 2001 su primer disco llamado El sentimiento garrapatero que nos traen las flores: «Antes de entrar al estudio a grabar ese disco clásico, porque todas las canciones que había eran redondas, me dijo el Migue: 'Esto es oro'. Y, efectivamente, al año y pico de su lanzamiento acabó siendo Disco de Oro» —más de 50.000 copias vendidas— cuenta Manu.

Tras el éxito y el reconocimiento que éste traería consigo, dos años más tarde nace su segundo disco llamado La arquitectura del aire en la calle; Los Delinqüentes ya están en el candelero de la industria y de esa juventud garrapatera que se agarraría a su mano y a su música para siempre. A los pocos meses, en julio de 2004, Migue nos dice adiós. Hoy, diecinueve años después, «tu obra entre la gente ha conseguido perdurar. Nunca muere realmente quien queda en la memoria y pasará a la Historia tu pluma y tu voz valiente».

Matajare nunca se irá, le canta su amigo Diego y yo lo firmo debajo. ¡Felicidades, genio!