Chema Sánchez

En corto y por derecho

Chema Sánchez


Homenaje a los viejitos

07/10/2023

En aquella España de los 70 y los 80, lo que nuestros padres nos enseñaron era que había que respetar a los mayores. Siempre. Insistían en lo de no interrumpir cuando estuvieran hablando, o en que los niños no se tenían que meter en las conversaciones de los adultos. Hoy la vida tiene otras pautas. Pero, visto con perspectiva, en realidad, la doctrina en sí no tenía mucho que ver en realidad con lo que acontecía en aquel momento, en el hogar, en la cocina de los abuelos o el pasillo de alguno de nuestros tíos. En realidad, los consejos ponían migas de pan para irnos preparando ante lo que, a buen seguro, nos deberíamos enfrentar en el futuro. Con los años te iba a tocar, sí o sí, escuchar para aprender y guardarte tu opinión porque, muy probablemente, no le interesara a nadie. O porque, dijeras lo que dijeras, estabas en minoría. Y como somos como borregos, primaría la opinión de la mayoría, aunque fuera incorrecta. Fuenteovejuna. Animales de costumbre. Los papis ya sabían que te tocaría atender a un jefe –más aún si eres autónomo– que te estaría planteando comulgar con ruedas de molino, pero que, como también decíamos entonces, eran lentejas. Y, esto ocurría entonces, y por supuesto ahora, porque, amigo, todos los meses toca pagar facturas.
Los mayores son, en muchas ocasiones, los grandes olvidados de la fiesta. Los hay de todos los estilos, eso hay que decirlo. Y, siguiendo la máxima del respeto que nos inculcaron nuestros padres, alabanzas al grueso del colectivo. Si bien, igual que en la franja de los jóvenes o que aquellos que vamos por eso que denominan transitando la «mediana edad», alguno cumple esa máxima de que, cuanto más grande más tonto. Hubo señores mayores que se empeñaron en pagar los viajes del Imserso cuando nos estaban encerrando en casa, hace algo más de tres años. A mí me vas a decir lo que puedo o no puedo hacer. Los hay que insisten en amanecer a las 4 de la mañana para poner la toalla en primera linea de playa y no se les ve el pelo en media mañana. Olé tú. O que se sorprenden y se ponen a rebuscar en el monedero en el momento en el que llegan al lineal de caja y les toca pagar en el supermercado… Esto es lo de menos, la verdad, pero lo cierto es que muchos pierden la razón con sus formas. Sea como fuere, de quienes más podemos aprender es de nuestros mayores, a pesar de sus manías y de su empeño por demostrarnos que aún están igual de atléticos que cuando tenían 15 años…
Esta pasada semana, una emprendedora costarricense, recién llegada a Castilla y León, me contaba que se sentía realmente dichosa al ver cómo tratábamos en España a los viejitos. Así los calificaba ella. Y me explicaba su razonamiento: en mi país, a unas determinadas edades, ya no salen de casa; no ves a personas mayores por la calle. En España estoy viendo que sí, que se arreglan, se ponen sus mejores galas, pasean, pasean y pasean… Nuestros mayores viven en un país de primera, que no acabamos de cuidar como se merece… Muchos mayores merecen un homenaje, porque en no pocas ocasiones han salvado a sus familias de lo peor. Y, como parece que vienen momentos difíciles -ahora ya sí-, seguro que jugarán un papel importantísimo con esa capacidad demostrada que tienen de cubrir con su ala las necesidades de todos los polluelos. ¡Qué sería de nosotros sin el abrazo de la familia! Diría más: si hay un verdadero protagonista del avance real de nuestro país en las últimas décadas hay que buscarlo en esas personas que llegaron a la vida en los años 40 y 50 del pasado siglo. A todo los que conozco de esa generación de la posguerra, les identifica algo: su garra, un compromiso con los suyos que es inquebrantable y una visión clarísima que veo muy difícil que alberguemos las camadas posteriores.
Todo llega: Las canas, las patas de gallo, los achaques de la edad, las lágrimas finales por la pérdida. Por eso, los homenajes hay que brindárselos en vida. Cuando puedan echar unas lagrimillas que para nosotros serán como puñales, pero que en su caso no son otra demostración más que la de su felicidad. De una vida plena, a pesar de las dificultades que surcan el camino. La cultura del esfuerzo se perdió hace un rato, pero esta gente sabe lo que vale un peine. Y de ellos, debemos seguir aprendiendo siempre que podamos. Ya me entienden.