José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


La letra para comérsela

21/04/2023

¿Qué nos hace humanos? ¿Qué nos diferencia de un orangután, de una abeja, de un delfín? ¿Somos distintos o nos creemos distintos? ¿Es quizás «creerse» lo que nos diferencia? Muchas respuestas hay para estas preguntas, lo que las hace muy atractivas para una especie en la que uno de los hechos distintivos es la capacidad de hacerse preguntas sobre sí misma.
Quizás sea la comunicación —la capacidad para generar grupos por medio del lenguaje— uno de los elementos diferenciales, aunque los animales también «hablan», interactúan, son capaces de cierta abstracción y reconocimiento del yo, se reconocen diferentes de otros. Puede que recuerden y en algunos casos hasta visualicen el futuro, trasciendan el aquí y el ahora. Pero hay algo particular de los humanos, reciente en el proceso evolutivo: la capacidad de persistir el lenguaje en la escritura. Hacer que la comunicación entre dos sea la comunicación entre muchos y, lo que es más importante, entre muchos que existen después de que algo se comunique. Dos obras que reflexionan sobre ello son el inesperado pero merecidísimo éxito «El infinito en un junco», de Irene Vallejo, pero también el reciente «Enseñar a hablar a un monstruo», del Nadal y primer premio La Sombra del Ciprés, José C. Vales. En ambos casos se trata de cómo el habla, y sobre todo la escritura, nos configuran como especie.
Mas el lenguaje, siendo avance fabuloso, no deja de ser herramienta, como son las que usan algunos animales. Lo que realmente nos convierte en humanos, en mi opinión, es usarlo para inventar, y hacerlo con estética. Superar el utilitarismo, abandonar esas primeras tablillas mesopotámicas sobre arcilla en las que solo se informaba de la contabilidad del trigo, pergeñar una realidad que no existe siguiendo unos patrones considerados bellos. Hacer arte. Crear literatura.
Antes que la escritura, el ser humano descubrió hace milenios que había formas de manipular los alimentos para poder digerirlos mejor, enmascarar olores o sabores no deseados, extraer mejor sus calorías. Esas manipulaciones respondían a una necesidad funcional y fisiológica, pero en algún momento se dio un paso más; comenzamos a cocinar no tanto para alimentarnos, sino para crear nuevas sensaciones —desandar el camino de la magdalena proustiana—, generar experiencias, buscar la estética, contar un relato. La gastronomía surge como metáfora de la cultura, que decía el añorado Vázquez Montalbán, se convierte en otro arte.
Un año más, y van nueve, la Asociación de Novelistas La Sombra del Ciprés presenta libro colaborativo. Un ejercicio en el que se marca como reto a los participantes elaborar relatos con evidente relación abulense, pero a la vez enhebrados por una temática común, que cambia año a año. Y la de este es la cocina, las recetas. La literatura y la gastronomía van de la mano en «Ávila para comérsela», buscando que la letra huela, el guiso rime, Ávila se saboree, las historias se amalgamen en un sabroso guiso. Como sé, estimados tres lectores, que además de fieles asiduos a esta columna lo son —con muy buen criterio— también de estas obras colaborativas, los esperamos con mesa y mantel literario listo en la Feria del Libro. ¡Se chuparán los dedos!