José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Luces de interior

15/12/2023

Son carne de cañón para un premio Darwin, esos otorgados a los fallecidos por culpa propia de la manera más absurda y que, con su desaparición, evitan propagar la estupidez en la raza humana. Hablo de gente como la que en Barcelona —seguro que también en otros sitios— se juegan la vida por hacerse un selfi para Instagram frente a las luces navideñas en medio del tráfico infernal de calles y avenidas.
Son estas fechas jolgorio de estridencias, lucecitas, tonterías miles. Me dirán que es lo mismo de hace un año y de hace dos. Pero, al igual que el cambio climático, sin que lo notemos, recrece los mares poco a poco hasta la catástrofe final, cada reno con luz roja en la nariz, cada absurdo paquetito, cada bola de los deseos, cada máquina de pompas, cada pista de hielo son un clavo más en la extinción inexorable a la que nos encaminamos. Las hordas visitan urbes, acumulan experiencia tras experiencia apelotonados, hacinados, en mogollón. Colapsando la Gran Vía, atestando centros comerciales, aglomerándose junto a los leds cual polillas.
Los alcaldes, prestos a escuchar a la masa, compiten como críos por ver quién la tiene más grande —la ristra de luces— o quién supera al risueño regidor de Vigo, tótem del desmadre navideño. Como ejemplo, el de Cartes, municipio cántabro donde el primer vecino ha plantado un pino —no, no se confundan— de sesenta y cinco metros de alto. Hay ciudades —no me tiren de la lengua, no daré nombres— que en el intento se quedan en una deprimente mediocridad, siempre de la mano de empresas que hacen su agosto en diciembre.
Si se encuentra tan hartos como yo, estimados tres lectores, va una recomendación: cojan el coche uno de estos atardeceres y busquen alguna carretera comarcal, incluso local. Piérdanse. Hay territorio de sobra para hacerlo, recientes datos en prensa sobre la despoblación en los últimos veinticinco años dejaban zonas como la Sierra de Ávila con una densidad de apenas un habitante por kilómetro cuadrado. ¿Cuándo es la última vez que se han acercado por sus pueblos? No digo haciendo eso tan en boga del «turismo rural». Ir. Sin más. Sin centros de interpretación ni rutas de nada. Vagar. Mirar, sin saber qué se va buscando. Sin tener muy claro dónde, acudiendo a GoogleMaps solo para confirmar que no hemos acabado en Cuenca. Practicar auténtico turismo de interior.
En algunos pueblos, no muchos, hallarán también el virus lumínico; lo rural lamentablemente no exime de lo hortera. Pero la infección es menor al estar vacunados con dosis retrovirales de dignidad y de recto juicio. Al fin y al cabo, la soledad, el silencio y el cielo despejado son las mejores mascarillas para no contagiarse de lo peor de la modernidad. Las luces allí, de haberlas, serán humildes pero señeras, como las de nuestra niñez: alguna guirnalda en el consistorio y como mucho uno o dos árboles con bombillas. Y puestas por los concejales o el propio alcalde, no por empresas; no están los presupuestos municipales para dispendios. Porque en un pueblo es donde el dinero público adquiere verdadero significado y abandona competencias propias, impropias o perifrásticas.
Háganme caso. Esta Navidad, regálense pueblos. Les regalarán vida. Se regalarán vida.