El crimen del celador: retrato de una época

Sagrario Ortega (EFE)
-

El cuerpo descuartizado de José Manuel Fernández fue hallado en 1981. El caso nunca se resolvió, sin poder confirmar la sospecha de que fue asesinado en su propio hospital

El crimen del celador: retrato de una época

A las 20,30 horas del 27 de agosto de 1981 vecinos de San Martín de Valdeiglesias (Madrid) recorrían un coto para controlar que nadie cazara. De algún punto les llegó un olor desagradable que les llevó hasta cuatro paquetes, en los que estaba el cuerpo seccionado de un hombre.

Decidieron abrir una de las cajas. En dos bolsas de plástico estaba envuelto algo que comenzó a rodar: era una cabeza humana, tal y como se describe en los primeros atestados de la Guardia Civil y de acuerdo con los testimonios de los vecinos que lo encontraron.

La información que se aportó a los medios de comunicación un día después ubicaba el hallazgo en el paraje conocido como Valle San Lorenzo. Unos pocos metros separaban un paquete de otro.

El cuerpo -añadía la nota- se hallaba «seccionado por cortes uniformes y limpios» en cinco partes: la cabeza hasta la altura del cuello; el tronco con extremidades superiores y un paquete intestinal hasta la cintura; glúteos y muslos hasta la altura de las rodillas; y, separadas, las extremidades inferiores. Todas las partes se encontraban «concienzudamente» empaquetadas y envueltas en papel de embalaje (cuatro de ellas) y en una vieja maleta de lona.

Una primera valoración médica estimaba la muerte entre cuatro o cinco días antes del hallazgo. Por su parte, la inspección ocular observó hematomas a lo largo del cuerpo y aventuró que las disecciones pudieron haberse realizado con un cuchillo eléctrico.

Los investigadores no pudieron identificar en un primer momento el cadáver, aunque determinaron que todos los trozos correspondían a la misma persona. Podría tratarse de un varón de entre 25 y 30 años, entre 1,75 y 1,80 metros de estatura, pelo corto liso y oscuro, ojos oscuros y barba incipiente.

Se realizó la correspondiente autopsia y a los forenses les llamó la atención el modo en el que pudo actuar el autor, porque parecía obra de un profesional de la medicina. A pesar del estado de putrefacción en el que se encontraba el cuerpo, resaltaba el aspecto muy bien cuidado de la cara y de la dentadura.

No obstante, el avanzado estado de descomposición hacía difícil su identificación y la Guardia Civil no pudo efectuar la necrorreseña dactilar, por lo que amputaron las falanges distales de los dedos de la mano para regenerar los tejidos.

Lo hicieron con las técnicas que en ese momento había en los laboratorios del instituto armado. Y en condiciones nada agradables, puesto que los agentes tuvieron que trabajar permanentemente con mascarilla debido al olor.

Cuando por fin se consiguió la reseña, se comenzó a buscar en los archivos para ver si alguna de las huellas registradas se correspondía con la del laboratorio.

La movida madrileña

Todo esto sucedía en 1981. España se recuperaba aún del 23-F que seis meses antes había puesto en peligro a una democracia casi en pañales.

Sucedía en un Madrid que despertaba a la movida madrileña, en una ciudad que ya abría las puertas de sus garitos a los homosexuales, pero en la que aún persistían prejuicios hacia el colectivo.

Para entonces ya se había suprimido la conocida como Ley de peligrosidad social, aprobada en 1954 y sustituta de la de vagos y maleantes, los artículos que respaldaban la persecución de la homosexualidad.

En 1970 el régimen franquista aprobó la normativa, que además de castigar con multas y hasta cinco años de cárcel a los peligrosos sociales, establecía el ingreso en centros psiquiátricos para la «rehabilitación» de esos individuos, entre ellos los homosexuales.

Nueve años más tarde, se eliminaron varios artículos de esa regulación, entre ellos el que aludía a los actos de homosexualidad.

Pero después de dos años todavía no se habían destruido todos los archivos que guardaba la Dirección General de Seguridad (la DGS de la Puerta del Sol) y gracias a ello se pudo cotejar la huella conseguida en los laboratorios de la Guardia Civil con la ficha de un sospechoso. Y dio positivo.

El cuerpo descuartizado correspondía a José Manuel Fernández Peral, natural de Madrid, de 31 años, técnico y residente en la calle Joaquín García Morato, hoy Santa Engracia, casi a la altura de la glorieta de Cuatro Caminos. Trabajaba como celador en el hospital militar Gómez Ulla.

Arrancan las pesquisas

Una vez identificado el cadáver, los investigadores se pusieron manos a la obra para reconstruir los últimos momentos de la víctima, identificar a sus amistades y recorrer los lugares que frecuentaba.

Del largo listado de conocidos, los agentes no consiguieron gran cosa, pero no escatimaron tiempo y esfuerzo para interrogarles con el ánimo de conseguir cualquier dato que aportara luz al caso.

Por supuesto, y tras dejar un tiempo prudencial para que no se interpusiera la confusión lógica de los primeros momentos, los agentes citaron a la madre de la víctima.

En su declaración, la mujer dijo que no le veía desde el 19 de agosto y relató que su hijo recibía muchas llamadas telefónicas de hombres, pero solo reconocía a dos.

La madre describió cómo iba vestido José Manuel cuando salió de su casa por última vez: pantalón vaquero, camisa de rayas y zapatos negros. No supo nada de él, pero recibió dos llamadas telefónicas preguntando por su hijo.

Ya preocupada, llamó al Gómez Ulla. Allí le dijeron que no había ido a trabajar. Por lo demás, la mujer no notó nada extraño los días antes de su desaparición, aseguró que nunca había vuelto a casa borracho o drogado, pero reconoció que llegaba tarde muchas veces y que algún fin de semana no iba a dormir. 

José Manuel había salido del armario como se podía salir en esa época, sigilosamente. La Guardia Civil investigó el ambiente que frecuentaba la víctima y del que fue tachando nombres que no encajaban en el papel de sospechosos.

Primeras conjeturas

Los investigadores depositaron sus esperanzas en la declaración de uno de los amigos de la víctima, un hombre que en febrero había dejado a José Manuel un encendedor y un reloj de oro para que se los guardara porque se iba de copas por Madrid y temía que se los robaran.

Este hombre viajaba a Madrid de vez en cuando y vio a la víctima por última vez el 19 de agosto. La noche anterior se fueron a la discoteca Joy Eslava en compañía de un amigo peluquero, donde permanecieron hasta el cierre. Ya en la madrugada volvieron los tres al apartamento, tomaron unas copas, el peluquero se marchó, José Manuel y el otro amigo se acostaron y por la mañana la víctima salió de la casa rumbo a su trabajo.

Habían quedado en verse ese mismo día en el apartamento, pero el amigo no acudió y, por tanto, tampoco supo si José Manuel lo hizo. No era la primera vez que quedaban y alguno no se presentaba.

En días posteriores, su conocido se interesó por su paradero, llamó a la casa de la madre, que solo pudo decirle que no veía a su hijo desde hacía unos días y le pidió que hiciera gestiones para localizarlo. Resultaron infructuosas.

Los investigadores no encontraron en el amigo nada que les hiciera sospechar de él. Ni tampoco en su círculo de amistades. Por otro lado, el reloj y el mechero se encontraron en la vivienda de la víctima y el propietario los recuperó.

Se centraron entonces las pesquisas en el ámbito laboral, pero se toparon con un muro, una jerarquía militar a la que incomodaba la presencia de los investigadores, con bocas cerradas que no les aportaron nada, con trabajadores que tenían miedo a hablar.

Alguien les comentó la amistad que José Manuel había hecho con un médico de cierta relevancia en el hospital, pero por ese lado tampoco lograron avanzar y casi se les invitó a dejar la investigación. Pero eran otros tiempos. Hoy hubiera sido bien distinto.

El caso ha prescrito. Nunca se resolvió y nunca se pudo confirmar la sospecha de que José Manuel pudo ser asesinado en el propio hospital donde trabajaba y desangrado en la mesa de un quirófano.