Donde La Rioja cambia la viña por el bosque

SPC
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Los Cameros guardan con orgullo el brillo de su esplendor ganadero e ilustrado y son un imán para senderistas y amantes de los sabores de la tierra

Donde La Rioja cambia la viña por el bosque

Hay quien aún se sorprende al descubrir que La Rioja no es solo un mar de viñas y que arriba, en la sierra, hay bosque atlántico y mediterráneo, frondosos montes, abruptas cascadas y profundos cañones. Los Cameros son esos paisajes y otros, humano, cultural, arquitectónico y gastronómico, que confieren su idiosincrasia a la comarca.

Pero los Cameros son dos. El Viejo, baqueteado por la geología y el clima, resiste como puede a la despoblación, entre parajes enigmáticos que cobijan tradiciones ancestrales, huellas de dinosaurios y cañones horadados por el fluir del río Leza en donde la naturaleza es tan brutal como bella. En el Camero Nuevo, las masas de hayas, robles, pinos silvestres y acebos hacen que el visitante se sienta, por momentos, trasladado a cordilleras más norteñas.

Uno y otro exhiben, aún orgullosos, un pasado que fue más pudiente que en el valle, hasta que la floreciente economía de la lana perdió fuelle en favor del vino. Ese pasado señorial y pastoril pervive en soberbias casonas, ermitas, corrales y escuelas, que aseguraban la alfabetización del más humilde zagal. Con esos mimbres, la gastronomía se nutre de delicias como el Queso Camerano, elaborado con leche de cabra, con Denominación de Origen Protegida y cuyas excelencias glosó Gonzalo de Berceo hace 800 años; o las austeras migas, que en estos pagos aún se cocinan con maestría, como hacían los pastores trashumantes al calor de un fuego y una sartén engrasada con manteca, para elevar a categoría de manjar la aparente simpleza del pan, los ajos, el chorizo y la panceta.

De migas, veredas, mayorales y zagales, de ovejas y mastines y un sinfín de detalles de la cultura pastoril es posible conocer más en la visita al Centro de Interpretación de la Trashumancia y Cameros en la Venta de Piqueras.

En el más joven de los Cameros, la carretera N-111 es la espina dorsal para cruzar la ‘puerta’, los farallones de Viguera, y acompañar al Iregua, aguas arriba, camino de Piqueras. Para los andarines más aguerridos, la Vía Romana reta a cubrir ese recorrido de 57 kilómetros en cinco etapas.

A Torrecilla en Cameros, el manantial de Peñaclara le pone en el mapa de la restauración en manteles y barras. Y en los libros de historia, el recuerdo de quien fuera, tal vez, el riojano más insigne, Práxedes Mateo Sagasta. Como en otros núcleos del valle, glorias pasadas se dejan entrever en edificios de buena factura. Gloria y ocaso, como atestigua, entre la nostalgia y el reto de volver a llenar escuelas, el Centro de la Emigración Riojana. El declive de la actividad ganadera empujó entre finales del siglo XIX y principios del XX a miles de cameranos a hacer las américas, principalmente en Chile y Argentina.

Ortigosa de Cameros también rezuma hidalguía y pasado industrioso vinculado a la lana. Hoy, los barrios de San Miguel y San Martín, colgados a ambos lados del barranco del arroyo de Rioseco y unidos por un espectacular viaducto, sirven de deleite a los turistas que acuden al reclamo de las cuevas y del frescor del cercano embalse de El Rasillo, o en busca de sabores auténticos, como los patés artesanos que se producen en la localidad.

La cocina, como la arquitectura o las tradiciones de la zona, exhala aromas de monte y trashumancia. Los hongos dan pie a recetas primorosas, lo mismo que los asados y guisos de cordero y cabrito, los caparrones, la caza y las sempiternas chuletillas a la brasa.    

 

Espíritu ilustrado.

Villoslada de Cameros presumía en 1920 de tener el menor índice de analfabetismo de toda la región, y aún hoy destila espíritu ilustrado. También aquí la tradición pastoril ha hecho cultura. En el pasado, 200.000 ovejas pastaban entre sus montes y Lumbreras. Ambos municipios aportan masa forestal al único parque natural de La Rioja, Sierra de Cebollera, la joya de verde de la corona. 24.000 hectáreas dan para mucho, como se explica en el Centro de Interpretación.

En las cotas altas, los ‘hoyos’ glaciares son un regalo geológico para los senderistas, como más abajo la ruta circular de las cascadas de Puente Ra o el área recreativa del Achichuelo. La ermita de Lomos de Orios, epicentro religioso y etnográfico de la comarca, mantiene la tradición de las romerías con pitanza incluida de las ‘Caridades’, a base de pan y chorizo la pequeña, y con guiso de carne de cordero la grande, ambas vigentes desde 1520.  

La ermita, con pareja de santeros incluida, alimenta también el espíritu con el arte, con exposiciones ocasionales en el templo y el Parque de las Esculturas en sus alrededores, arte en la tierra por encima de los 1.400 metros de altitud.

Los portillos de La Rasa y Sancho Leza conectan los dos valles hermanos. Nada más coronarlos, el Camero Viejo aparece menos umbrío y con mayor protagonismo de la roca, en un paisaje austero pero bellamente cincelado por los elementos.

Son tierras que recogen el agua para entregársela al río Leza, que aguas abajo deja topónimos como Laguna de Cameros y antes de su abrazo con el Jubera horada la roca entre Soto y Leza en forma de cañón, paraíso de barranquistas o de simples excursionistas en busca de vistas al cauce y al cielo, sobrevolado por buitres y águilas.

Soto asocia su nombre a otro producto señero del recetario camerano, desde que en el siglo XIX Juan de Dios Redondo diera en el pueblo con la mezcla justa de almendras, azúcar y agua de sus afamados mazapanes.

Aguas arriba, San Román destila esplendores pasados, en forma de casonas y buenas calles. La artesanía, gastronómica y de otro tipo, aún pervive en la zona, famosa en el pasado también por sus gremios de cesteros y escriñeros. El aire de hidalguía que se respira sopla también desde la vecina y silenciosa Valdeosera, que mantiene viva la noble institución milenaria de su Solar.