El vino de los acróbatas borrachos

M. Lumbreras
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La compañía Sacekripa presenta un espectáculo íntimo en el Colegio de Arquitectos en una carpa a rebosar en la que las risas retumbaban entre sus telas

El vino de los acróbatas borrachos - Foto: David Castro

El teatro del absurdo es uno de los géneros más ácidos a la hora de poner al ser humano frente a su condición y vapulearlo. Varios han sido los autores que han elegido este género para poner el dedo en la llaga de cuestiones tan trascendentales como la existencia del hombre, de Dios o su sentido en el mundo. Sin embargo, pese a sus afiladas reflexiones y lo pesimista que en muchas ocasiones pueden ser las mismas –preguntémosle a Beckett–, el absurdo prefiere la risa al llanto. Y este es el aspecto que ha elegido la compañía francesa Sacékripa para su espectáculo ‘Marée Basse’.

Una pequeña carpa instalada en el Colegio de Arquitectos era el lugar elegido para la representación. Dentro estaba oscuro, y uno podía sentir en su cogote el aliento del que estaba detrás, pues, debido al tamaño de la instalación, el público–y los actores– debían situarse a escasos centímetros los unos de los otros, en un estado de intimidad.

‘Marée Basse’ cuenta la historia de dos acróbatas alcohólicos. La escenografía era bastante austera: únicamente contaba con una pequeña mesa, varios cuchillos, un  hornillo, varias estanterías un par de fotografías enmarcadas y una vieja televisión con un VHS incorporado. 

La función comenzó con la entrada de un tipo alto, vestido con una gabardina desgarbada, y tambaleándose por los efectos del alcohol. Tras apagar la música ochentera que sonaba en el VHS, intentaba coger una manzana metida en una bolsa colgada en lo alto de la estantería. Este gag sirve como inicio a una serie de desvaríos en los que la actividad más simple del mundo –comer una manzana, echar un vaso de vino...– era una odisea titánica para cualquiera de los dos actores que soportaban sobre sus hombros el peso de la obra.

Todo aquel que se haya emborrachado alguna vez –¿qué mejor expresión del absurdo de la condición humana que un acróbata borracho?– sabe lo arduo que se puede volver todo cuando una está ebrio. En la función, todo esto se complica aun más debido a la presencia de cuchillos. Como buenos malabaristas, ambos borrachos cuentan con una serie de verduguillos –y hasta un machete– que son aprovechados durante toda la función. Por ejemplo, en un momento de la obra uno de los acróbatas tiene la idea  –esas ideas que uno tiene borracho– de agrandar la obertura de una botella de vino con un cuchillo para que un tapón más grande que el agujero pueda caber en él. Sin embargo, el momento estelar de estos objetos afilados llega al final de la obra, cuando son usados en una de las múltiples peleas que ambos acróbatas tienen, ya sea por el vino o por cualquier otra absurdez.

La función cuenta además, con sus momentos de acrobacias, como cuando el borracho más grande intenta –porque no lo consigue– levantar al otro a pulso sobre las palmas de sus manos. Toda una demostración de equilibrismo etílico.

Esta noche, en el Colegio de Arquitectos, Godot tampoco apareció.