La pintura mágica de Emiliano Ramos

C. Combarros (Ical)
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Superadas las dos décadas desde su fallecimiento, familiares y amigos recuerdan al artista zamorano pero de fuertes vínculos leoneses

El pintor Emiliano Ramos en una fotografía en su estudio que recrea sus propios cuadros. - Foto: Ical

La obra de Emiliano era mágica. Su imaginación, desbordante. Tenía una mano especial». Así recuerda a Emiliano Ramos Eugenia Niño, la creadora y alma mater de la Galería Sen, promotora de artistas clave para entender el arte español del último medio siglo como Luis Gordillo, el Equipo Crónica o Miguel Ortiz Berrocal, que a finales de los años 70 vio cómo entraba en su galería un joven zamorano criado en León y recién llegado a Madrid, que soñaba con convertir la pintura en su forma de vida.

Han pasado 21 años desde que el 24 de abril de 1998 un cáncer de pulmón terminó con la vida de Emiliano Ramos, cuyas cenizas reposan desde aquella primavera en la pequeña localidad zamorana de San Pedro de la Viña, que le vio nacer en 1953. Su minuciosidad y perfeccionismo incansable, sumados a su prematura muerte a los 44 años, hicieron que tras de sí no dejara una obra muy extensa, que hoy se encuentra repartida en manos de coleccionistas privados y amigos que anhelan que, algún día, cobre forma por fin una exposición antológica que haga justicia al trabajo de un artista que participó varias veces en ARCO y con exposiciones individuales en Alemania y Suiza, a quien el paso del tiempo parece intentar sepultar en un inmerecido olvido.

Julio Llamazares, que compartió con Emiliano y con Rosa Coello piso en la calle Argensola de Madrid cuando los tres llegaron desde León dispuestos a comerse el mundo, recuerda que era un hombre que «vivía para la pintura, un personaje puramente bohemio, un artista de verdad. Fue un espíritu libre».

Emiliano Ramos nació el 4 de julio de 1953 en San Pedro de la Viña, en pleno Valle de Vidriales. Hijo de Adolfo y Juana, dos humildes campesinos, fue el menor de cinco hermanos y su madre murió de un cáncer de pecho cuando él apenas contaba con siete años, una tragedia que llevó al progenitor a instalarse en la casa de uno de sus vástagos, y fue ahí, en el hogar de Eduardo e Isabel, donde Emiliano creció hasta los 13 años, en una casa «sin lavadora ni nada», como ahora recuerda Juana Ramos, sobrina del pintor que compartió hogar con él hasta que emprendió el vuelo a Madrid.

Las necesidades acuciantes del hogar, con siete bocas que alimentar, llevaron al viudo a buscar un mejor porvenir para todos en León, y allí llegaron en 1966, antes de que el hermano mayor de Emiliano, Adolfo, decidiera abrir una tienda de enmarcación al lado de la Plaza de las Cortes Leonesas, que bautizaron como La Casa del Marco. Fue en esa tienda de enmarcación donde Emiliano Ramos tuvo sus primeros contactos con el mundo artístico. Tras decidir abandonar sus estudios en los Agustinos, comenzó a echar una mano en el taller a su padre, barnizando láminas de artistas como Julio Romero de Torres, y el contacto con pintores que llevaban allí sus obras a enmarcar (como Vicente Gutiérrez, Luis García Zurdo o Esteban Tranche) pronto despertó su interés por la pintura y le empujó a realizar sus primeros pinitos creativos.

Despertar creativo.

Con apenas 18 años decidió probar fortuna en Madrid, donde para intentar ganarse la vida vendía sandalias de cuero y objetos de cerámica que él mismo creaba, mientras pintaba por placer. La obligación de hacer la mili le devolvió poco después a León, y en la privilegiada Caja de Reclutas del Gobierno Militar de León coincidió con otras mentes inquietas como el poeta, músico y pintor Miguel Escanciano, el artista Ignacio Otero ‘Quino’ y Manuel Vicente González. En esa época es también cuando conoce al historiador Secundino Serrano, y a otros jóvenes como Julio Llamazares, José Carlón o Ildefonso Rodríguez, que comienzan a publicar los ‘Cuadernos Leoneses de Poesía’.

De férrea formación autodidacta, algo a lo que ayudaron sus «muchísimas lecturas», Emiliano «aprendió por sí mismo de todo lo que pintaban los demás y de pintores que conoció personalmente como Tranche», recuerda Llamazares. El aludido Tranche recuerda que impartió clases al joven aprendiz en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de León. «Él tenía una afición enorme por la pintura, algo que se potenció por su contacto permanente con el mundillo artístico», rememora, que admiraba su capacidad para «transmutar sin esfuerzo el color en emoción» y que recuerda las conversaciones con Emiliano, a quien intentaba resolver algunas dudas. «Culturalmente León era un pozo y él tuvo claro enseguida que le convenía irse a Madrid», explica.

La llegada a Madrid.

Tras protagonizar su primera exposición individual en el Club Cultural y Amigos de la Naturaleza de León (CCAN) en 1976, llega de vuelta a Madrid con dos mil pesetas en el bolsillo y toda la ilusión del mundo como único bagaje. Pocos años después, los azares del destino le llevaron a compartir piso con la berciana Rosa Coello, que recuerda aquellos años como «una época muy especial» para toda su generación.

A ellos se sumó poco después, en 1981, un joven Julio Llamazares, y juntos compartirían estancia hasta 1985, con la asidua presencia también de José Carlón y de todo tipo de personajes del mundo cultural de la época: «Era como el típico piso de estudiantes donde entraba y salía todo el mundo: Luis Posada, Elena Blasco, Ceesepe, Wyoming… Eran los años en que Madrid era una fiesta. Nosotros teníamos 27 años y la vida era una fiesta», evoca el escritor leonés.

De Emiliano, lo que más recuerda Rosa Coello es «su sensibilidad» y un carácter «serio pero con un sentido del humor muy especial». Además, subraya que «vivía la pintura con muchísima intensidad», y explica que, al carecer de formación reglada en Bellas Artes, «eso de alguna manera le bloqueaba porque había veces que quería conseguir imposibles». «Estaba obsesionado con la perspectiva y con ‘Las Meninas’ de Velázquez, tenía un gran sentido artístico y era muy musical. Le recuerdo escuchando jazz, fumando muchísimo y sin parar de pintar», señala antes de apuntar que «era tan perfeccionista que le costaba dar por terminada una obra».

La exposición en Tiempos Modernos, celebrada en 1994, fue la última individual que protagonizó en vida, quince años después de su primera individual en Madrid, que abrió sus puertas en la Galería Sen el 8 de marzo de 1979. «Aquella fue la primera exposición que hicimos juntos», recuerda Eugenia Niño. «Cuando llegó a la galería a presentarme su obra desde el primer momento me interesó muchísimo lo que hacía. Él era un gran pintor, muy imaginativo y con muy buen pincel. Estaba en la línea que buscábamos y le pedí que fuera creando más obra mientras yo le iba ayudando. Empezamos así y estuvimos juntos muchos años. Participó en varias colectivas y le dedicamos tres individuales, además de mostrar su obra gráfica y sus maravillosos grabados, que coloreaba a mano con acuarelas».

Ella, que llevó el trabajo de Ramos a la feria ARCO en varias ediciones a comienzos de los 80, también recuerda con cariño la obsesión del pintor por perfeccionar su trabajo: «No los terminaba nunca, hasta el punto de que a veces iba a la galería en plena exposición, sacaba un pincelito y pintaba algún remate. Era muy meticuloso, era pesado, pesado...», sonríe.

Su protagonismo en Sen llevó al artista a conocer a «todos» los rostros visibles de la Movida, según recuerda la galerista. «En esa época hacíamos todo tipo de festejos y Emiliano asistía a todos y era amigo de todos, pero luego su pintura no se contagió de aquello. Estaba como metido debajo de una campana en lo creativo, y eso también era admirable de él. No se dejó contagiar y siguió su camino», apunta.

Su pintura.

«Era frecuente ver en las inauguraciones de Sen a toda la gente de la Movida, pero Emiliano tenía un mundo propio muy rico, que alimentaba con lo que veía en el día a día», señala Tranche, que recuerda con especial admiración los bodegones que pintaba inspirado en la colocación de las cajas que los fruteros de los barrios populares de Madrid hacían. «Él era pintor. Se levantaba y se ponía a pintar. No hizo otra cosa. Malvivía, porque muchas veces este oficio te condena a ello, pero no dejó de pintar. Hacía acuarelas y óleos de una manera exquisita y su obra tenía mucha aceptación», añade.

Para Secundino Serrano, «Emiliano era una persona implicada en el tiempo que le tocó vivir y a la vez era un magnífico pintor. Abrazaba esos dos conceptos, los anudaba, y eso le permitía caminar hacia nuevas formas expresivas, con cuadros que destilaban tremenda belleza».

El fiscal de menores de León, Avelino Fierro, subraya que «vivía la pintura de manera tan rigurosa y a veces tan tormentosa» que en varias ocasiones le llegó a sugerir que dejara de lado su obsesión por la técnica para «vender a los ricos y a los modernos».

Para Julio Llamazares, Emiliano «nunca planificó nada, vivía al día. Era un superviviente a nivel económico, personal y emocional». Lo considera «un personaje muy poliédrico», que podía «tirarse cuatro días de fiesta tras vender un cuadro para luego encerrarse, presa de arrebatos de melancolía». «Era extremo en su obsesión por la pintura y la libertad, pero a la vez mantenía el poso de un chico de pueblo que había sido educado tradicionalmente. En el fondo era un campesino de Zamora convertido en pintor en medio del tiovivo de Madrid de la época de la Movida», explica.