Un veneno que mata 40 años después

María Albilla (SPC)-Agencias
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Decenas de afectados siguen luchando contra el olvido y sufriendo las graves secuelas que dejó en su salud el síndrome provocado por el consumo del aceite de colza desnaturalizado importado de Francia

La portavoz de la plataforma de afectados por la colza "Seguimos viviendo", Carmen Cortés (2d), posa junto a los otros miembros Juana Soria (i, sentada), Susana Martin (d, sentada), e Ignacio Gómez, en Madrid - Foto: Fernando Villar

Una efemérides les ha devuelto a la actualidad 40 años después de la tragedia, pero familias enteras todavía hoy sufren las secuelas del mayor envenenamiento masivo de la historia de España, el que se produjo en la primavera de 1981 con el aceite de colza adulterado que afectó a 30.000 personas y acabó con la vida de unas 5.000.

Jaime Vaquero fue el paciente cero, o quizá sería más concreto denominarle como la víctima cero, ya que fue el primero en fallecer a causa de la enfermedad que causó aquel brebaje el 1 de mayo de ese año: el síndrome del aceite tóxico (SAT). Tenía ocho años y vivía en Torrejón de Ardoz (Madrid) con su familia cuando ingresó con lo que se pensaba que era una neumonía atípica. La enfermedad desorientó a los médicos. Más aún cuando empezaron a llegar a urgencias más niños. También sus padres y hermanos, hasta el punto de que familias enteras se contagiaron. Presentaban síntomas muy diversos que iban desde trastornos neuromusculares a fatiga, disnea, alteraciones cutáneas, anorexia, insomnio, sequedad de mucosas, eosinofilia, pérdida de peso... Nadie podía entenderlo. Había desconocimiento, incertidumbre e incluso se llegó al colapso sanitario. Nada comparable con el actual, evidentemente.

Tuvo que pasar un mes para que los investigadores apuntaran como denominador común de todos los afectados al consumo de aceite de colza. Este había sido importado desde Francia para uso industrial y distribuido de forma fraudulenta para el consumo humano tras extraerle la anilina a alta temperatura, un proceso que dio lugar a la creación de compuestos nocivos que causaron la grave intoxicación. De hecho, esa anilina era precisamente lo que se le añadía para que no se destinara al consumo humano y tratar de revertir ese proceso fue letal para miles de personas.

Acotar el origen del tóxico que estaba llenando las camas de los hospitales fue una tarea ardua y compleja. Se analizaron miles de datos hasta llegar a unas garrafas de cinco litros de aceite que se vendían en los mercadillos de Madrid y alrededores. Al frente de esa investigación estaba el doctor Juan Casado, entonces médico adjunto de la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos del Hospital Niño Jesús de Madrid. Él se encargó de crear un grupo de expertos que estuvo días sin dormir para solventar el enigma que se llevaba la vida de tantas personas sin poder hacer nada.

 

Como si fuera el Dr. House

Con muchas horas de trabajo encima y delante de una pizarra, Casado no comulgaba con la explicación oficial. El Ministerio defendía que era una infección debida a una cepa de neumonía atípica. El entonces ministro de Sanidad, Jesús Sancho Rof, pasó a la historia por su declaración de que «el mal lo causa un bichito. Es tan pequeño, que si se cae de la mesa se mata» y ordenó un protocolo que suena más actual de lo que se pueda pensar: aislar a los pacientes, tomar las medidas típicas de las infecciones transmisibles por el agua o el aire y ponerse siempre guantes y mascarilla para interaccionar con los afectados...

Pero las cosas seguían sin cuadrar. Los niños afectados tenían muchos glóbulos blancos de un tipo que se llama eosinofilos, que crecen en situación de toxicidad y alergia, pero no respondían a los antibióticos ni a los antihistamínicos. Esto confirmaba la idea de que no era una enfermedad infecciosa ni alérgica. Además, algunos se curaban, regresaban a casa y volvían tiempo después enfermos al hospital. Había que seguir buscando.

El círculo se fue cerrando. Los afectados procedían de barrios periféricos de zonas humildes, no había casos en zonas ricas de Madrid, así que el equipo médico se dio cuenta de que se trataba de un tóxico común, que no estaba en el aire ni en el agua, sino en un alimento. Casado observó que los bebés menores de seis meses tampoco enfermaban aunque lo hiciera su familia, así que tenía que tratarse de un alimento no apto para los pequeños y pensó en las conservas.

De ahí se pasó a realizar una encuesta entre ingresados y niños que iban a consulta y poco a poco se llegó a la conclusión que lo que compartían era un tipo de aceite que se vendía en puestos ambulantes. Localizado el producto, el equipo confirmó que era un aceite tóxico de uso industrial derivado fraudulentamente para uso humano.

Con esa constatación, Casado y el entonces director del hospital Juan Manuel Tabuenca se presentaron en Sanidad para exigir que se informase urgentemente a la gente de la relación entre el aceite y la enfermedad y que se recomendase dejar de tomarlo.

«O sale esta noche en el Telediario a explicar a la población que dejen de comprar aceite de garrafa o mañana yo mismo doy una rueda de prensa en el hospital para que todo el mundo sepa que el Ministerio de Sanidad está ocultando la causa de que los hospitales lleven un mes y medio colapsados», le espetó el médico al secretario de Sanidad, Luis Sánchez-Harguindey. Ahora Casado recuerda cómo la bravura de la juventud le ayudó en aquella situación. «Era joven, atrevido y estaba agotado», explicaba hace unos días rememorando cómo exigió esa comparecencia. La noticia en aquella España de dos canales no cayó en saco roto y los casos empezaron a bajar.

El pediatra emérito del Niño Jesús recuerda que uno de cada dos niños tuvo afectación muscular y de los nervios, pérdida de fuerza y parestesia, más habitual en las niñas mayores de siete años. Y también que uno de cada dos sufrió afectación en las mucosas, piel tensa y brillante, sin panículo adiposo y con mucho picor. Algunos se quedaron calvos y con sequedad en los ojos. Su futuro se hizo muy complicado. Casado les siguió observando durante un año y constató alteraciones del comportamiento, depresión e ideas suicidas, sobre todo en mayores de siete años. La mortandad infantil por el síndrome tóxico se cifró en el 2,1 por ciento.

 

En su propia piel

Carmen Cortés fue una de aquellas niñas afectadas por el SAT. Vivió en primera persona y con 15 años los estragos de una intoxicación que derivó en una enfermedad degenerativa crónica, de futuro incierto y única en el mundo. Ahora preside la plataforma de afectados Seguimos viviendo, que en estos años no ha dejado de luchar por salir del olvido y conseguir «reparación moral, un homenaje de Estado de dignidad y respeto a las víctimas, fallecidos, familias y profesionales». La entidad reprocha a la Administración el abandono al que se les ha sometido durante estas décadas. Llevan años pidiendo una unidad de referencia de asistencia integral que, pese a las buenas palabras, nunca llega a constituirse y la inclusión de la parte del colectivo que jamás pudo desarrollar una vida laboral como perceptores de una incapacidad reconocida, al menos, con el doble del salario mínimo interprofesional. «Nos destrozaron la vida y no somos visibles en ningún sitio. Es como si no hubiéramos existido».

«Hay tantos dramas como familias y personas, dramas desconocidos para la sociedad, que no se han querido contar en la historia de este país, pero que deberían, porque el sufrimiento ha sido muy grande y lo que se esconde no se repara», agrega Cortés. A las secuelas físicas de los afectados se suman las mentales, fruto de una vida llena de limitaciones, del desentendimiento de las administraciones y de los traumas.

«Muchas víctimas fuimos estigmatizadas por nuestros vecinos, en el colegio, y muchos fueron incluso expulsados de sus pueblos por la Guardia Civil para que no contagiaran», señala Cortés.

Susana Martín fue una de esas víctimas expulsadas del colegio ante la creencia extendida de que la enfermedad tenía un origen infeccioso. «Yo tenía 13 años y esas fueron mis consecuencias, de algo que yo no había provocado, por alguien que se lucró y nos mató en vida a 25.000 personas», explica. «Y no ha importado a nadie, como no había internet, hemos sido una lacra que no quieren recordar», agrega.

Juana Soria llegó a pesar 32 kilos. «Ibas perdiendo peso, perdías el pelo y la vida perdías», cuenta. Su padre falleció a causa de las secuelas pulmonares del síndrome. También el de Susana, «encadenando una botella de oxígeno tras otra».

En marzo de 1987 se celebró el primer juicio contra 38 aceiteros, procesados por la Audiencia Nacional, que condenó a 13 de ellos a penas de entre seis y 20 años de cárcel.

El Tribunal Supremo decidió aumentar hasta en 50 años las condenas impuestas a los principales responsables del envenenamiento e incrementó la cuantía de las indemnizaciones, que quedaron establecidas en torno a los 540.000 millones de pesetas (3.253.012 euros), y condenó al Estado a pagarlas en su totalidad como responsable civil subsidiario. Pero la salud y la vida no tienen precio.