Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Lo abulense

19/01/2022

Tenemos los abulenses algo de nuestros palacios. No de los propios, claro está, que raro es el propietario de uno y no sé muy bien si eso le renta. Me refiero a esa forma particular de relacionarse con la calle, que en estas pequeñas ciudades es el mundo entero. Se sorprendía un buen amigo venido de otras tierras al ver las edificaciones patrias, todas ellas de piedra, con apenas unos huecos como ventanucos abiertos al frío del norte y algo más abiertos aún si eran al sur. Lo decía viendo el palacio de los Dávila, imponente mole de piedra que parecería albergar estancias para toda la familia desde el siglo XV sin que le faltase habitación a descendiente alguno. Luego le cuentas que la mayor parte de aquello es un jardín y la perspectiva cambia. Todo, por dentro, siempre es de otra manera. En estas casas abulenses no madura un limonero, pero sí hay un huerto claro, como diría don Antonio. Esos huertos que decía la Santa y que hoy llamamos, más a la francesa, jardines, eran igual de claros, si no más, que en cualquier lugar de España; porque aquí raro es el día en que falta el sol y entre los rosales y los chopos, por muy invernados que estén, siempre hay una sombra amiga. Así que, en apariencia, las calles de la ciudad se ven como una especie de enclaustramiento externo, como una falta de sofisticación que afea el carácter. Hoy, que toda capital que se precie levanta edificios públicos con fasto y boato, más o menos como se hacía en el fin de siglo (el del XIX, no el último), aquí no hay un duro para levantar nada que no sea darle un poco de lustre a las fachadas. Estamos más en el betún del limpiabotas que en el de la zapatería de postín, por seguir con lo del fin de siglo. Decía que tenemos los abulenses algo de nuestros palacios. O sea, que la fachada que damos a la calle sigue siendo la del hidalgo pobre que pasea sin mostrar sus miserias. No voy a caer, como ya esperaría algún lector avezado, en la analogía o la alegoría fácil de que todos llevamos un jardín dentro. No me tengan por cursi. Lo que se me antoja con todo esto es que hay una personalidad propia del abulense, en general, más allá de esa forma castellana de presentarse. Trata, sobre todo, de una cierta dignidad que va por dentro y que se resuelve en ciertos momentos en los que sale el sol para todos o se nubla el día, también para todos. Es verdad que, siendo este un sitio pobre, como es, quien más quien menos se busca los garbanzos como puede y que, establecido su sitio, lucha por ganar puestos en eso que, dicho con la cursilería de hoy día, se llama el «ascensor social». Es verdad también que eso genera una ambición que en Ávila nunca podrá ser desmedida, porque a lo más alto que se llega aquí es a la torre de la Catedral o al Centro Comercial de Vicolozano. Y aunque la ambición es plebeya, que decía Joseph Roth no sé dónde, porque cito de memoria, también es verdad que en esta ciudad hay un tanto de hidalguía que pervive en el común. Una hidalguía algo feudal, es cierto y que tiene que ver con lo anterior que comentaba; algo así como que nadie debe sobresalir más de lo debido (del rey abajo, todos iguales y clavo que sobresale, martillazo). Pero a la hora de la verdad, y por mucho que nos quejemos en las tertulias de bar, hay un tono común a todos más allá de la frialdad de la fachada, de la ambición de cada cual y de ese «ancien régime» que soportamos, el abulense sabe que hay una dignidad de puertas adentro y que, aun mostrando rara vez lo que hay (pocas ventanas, que hace mucho frío ahí fuera), el huerto está ahí. Y que todos tenemos uno. Pero lo que más nos asemeja a esa forma especial de nuestros palacios es soportarlo todo, venga el temporal de donde venga y los tiempos como vengan. No está nada mal como alegoría, claro. Pero a efectos de lo cotidiano, quizá sería bueno abrir un poco las puertas. Que nadie piense que en todo esto estoy hablando de las próximas elecciones y de cómo votamos. Claro está. Esa sería una analogía diferente.