La brutal diferencia entre origen y destino

M.H. (SPC)
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Lo que se paga en el campo poco tiene que ver con lo que abonan los consumidores por productos que, en muchos casos, han precisado de poca o ninguna transformación hasta su llegada a los comercios

La brutal diferencia entre origen y destino - Foto: Rueda Villaverde

Hace un año se decretaba el estado de alarma y toda España quedaba confinada. Esta circunstancia produjo un parón brutal en todo tipo de actividades, económicas o no. La agricultura y la ganadería, dado su carácter esencial, se salvaron de ello, pero no así las manifestaciones que estaban celebrando los profesionales del campo desde unas semanas antes; manifestaciones que, entre otras cosas, reclamaban unos precios justos para los productores que permitieran que las explotaciones fueran rentables.

Estos precios justos en origen tienen dos vertientes: por un lado, se exigía que no estuviera permitido comprar por debajo de los costes de producción, algo que ya se ha conseguido sobre el papel con la modificación de la Ley de la Cadena Alimentaria, aunque en la práctica todavía quede mucho trabajo por hacer; por otra parte, se pedía que los precios que paga el consumidor se establecieran comenzando por la parte baja, es decir, por el agricultor y el ganadero, en vez de decidirlos desde el fin de la cadena de valor para luego repercutir esa decisión hacia atrás hasta llegar al campo, que resulta el principal perjudicado.

En este segundo caso la batalla sigue y apenas se ha conseguido nada. Es fácil comprobarlo en el Índdice de Precios en Origen y Destino (IPOD), elaborado mensualmente por COAG, en el que se puede ver cómo por algunos productos el consumidor paga incluso diez veces más de lo que ha cobrado el productor por obtenerlos. Esta tabla no busca cifras llamativas, simplemente escogen productos habituales en los supermercados, algunos de los cuales se producen durante todo el año en diferentes zonas de España y otros que son de temporada y van entrando y saliendo de la tabla según la época del año. Es decir, son simplemente un reflejo del amplio abanico de alimentos agrícolas y ganaderos que se generan en nuestro país.

Andrés Góngora es responsable del sector de frutas y hortalizas de COAG a nivel nacional y explica que llevan más de una década estudiando este fenómeno. Según cuenta, en el sector hortofrutícola del que él se ocupa se produce la situación más sangrante debido a que son productos que implican poca o ninguna transformación desde que salen de la tierra hasta que llegan a los lineales. Así como con la leche, la carne o el aceite, por poner algunos ejemplos, se hace más difícil controlar y estudiar la cadena de valor, con un melón manchego no hay nada que estudiar: la cooperativa que lo produce lo mete en una caja y esa misma caja es la que nos vamos a encontrar en el mostrador de la tienda o el supermercado; es decir, por el camino no se le añade ningún valor real, pero el precio se multiplica incomprensiblemente.

Tras más de diez años investigando el asunto, la conclusión a la que han llegado en COAG es que el principal problema está en que los supermercados y las grandes cadenas de distribución tienden a mantener unos precios fijos para cada producto, sin duda porque es lo que los consumidores demandamos, sin tener en cuenta las circunstancias existentes al principio de la cadena, en el campo. Góngora explica que, por ejemplo, puede haber una superproducción de tomates en La Rioja debido a una ola de calor que hace madurar más frutos de lo habitual. Los horticultores venden más barato por el aumento de la oferta, pero el supermercado de turno mantiene el precio, creando así un atasco en el canal de distribución que perjudica al agricultor. Según explica, si en esos casos se realizaran promociones y ofertas, tienen comprobado que el consumidor compraría más producto y quienes lo cultivan podrían dar salida sin problemas a toda su producción a un precio más constante.

Las importaciones de terceros países constituyen otro factor que perjudica a los productores españoles, cuenta Góngora. Con requisitos sanitarios menos exigentes y mano de obra más barata, países como Marruecos pueden poner en el mercado los mismos productos que se obtienen en España a precios más asequibles. Es cierto que la calidad suele ser inferior y la durabilidad del producto menor, pero les sirve a las grandes superficies para poder presionar en los precios, perjudicando una vez más al campo español.

Alberto Duque es responsable del sector de la patata de COAG y también conoce a fondo este tema. Revela que, en muchas producciones, son los grandes grupos los que fijan el precio, a pesar de que se trata de una práctica ilegal. Esta realidad se ha llegado a demostrar en algunos casos, siendo el de la leche uno de los más sonados de los últimos tiempos, pero en general se realiza de forma encubierta, de manera que es muy complicado sacarlo a la luz, y las sanciones que se imponen si se descubre no ejercen como factor disuasorio. La opción de que los productores hicieran lo mismo y plantaran cara es una quimera dadas las diferentes circunstancias y ámbitos geográficos en los que se encuentran.

Duque confiesa que confían en la Agencia de Información y Control Alimentarios (AICA), más ahora que su presupuesto ha aumentado, medida que se ha conseguido, igual que la modificación de la Ley de la Cadena, gracias a las tractoradas del año pasado. El problema es que este organismo funciona sobre todo a base de denuncias por parte de particulares  y los productores son muy reacios a denunciar porque eso puede suponer no tener a nadie que les compre la cosecha del año siguiente, situación realmente lamentable.

Lo que Duque tiene claro es que hay que fijar el precio desde el productor hacia el punto de venta y no al revés. Se deben estimar los costes de producción, algo que el Ministerio tiene pendiente, y respetarlos. Considera que una venta al público con un precio tres o cuatro veces superior al que se paga en el campo sería más que suficiente para que todos los eslabones de la cadena de valor obtuvieran un beneficio justo. Aunque es desalentador, los productores de sectores como el que el controla ya se conforman solo con cubrir costes.

 

Historia de una patata.

Alberto Duque, responsable del sector de la patata de COAG, ha hecho para Cultum una reconstrucción del camino que recorre una patata desde que sale de la tierra hasta que llega a nuestras manos en un comercio cualquiera, con el incremento de precios que va sufriendo hasta terminar en manos de las grandes cadenas.

Partimos de un precio de 20 céntimos el kilo que recibe el productor (ilusorio, por otra parte, ya que actualmente ronda la mitad). Esos 20 céntimos se los paga al agricultor el comprador en origen que, con solo un par de llamadas, obtiene 5 céntimos por kilo. Este comprador contrata un transportista que cobra otros 5 céntimos y lleva la patata al almacén elaborador (donde se lava, clasifica y embolsa); este almacén ya ha pagado por la patata 30 céntimos el kilo (20 para el productor, más 5 del transportista y otro tanto que se ha llevado el comprador en origen).

Cuando salen del almacén ya cuestan 46, ya que 16 céntimos es el precio medio que cobran los almacenes por procesarlas. A esto hay que sumar otros 5 céntimos del nuevo transportista que lleva nuestra patata a los grandes distribuidores (Carrefour, Mercadona, MercaMadrid, etc.). Es decir, estas cadenas han pagado poco más de 50 céntimos por kilo de patata. Ahora, consumidores, vayan al comercio más cercano a ver a cuánto se las cobran.