José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Volver a los dieciséis

05/11/2021

No conoces a Violeta Parra —o quizás sí, ya cada vez sé menos de lo que conoces y lo que no— así es que por lo tanto no me podrás echar en cara haber abusado del título de una de sus canciones, restándole un año. Espero que algún día puedas escuchar a la chilena; además de la que he cogido prestada su «Gracias a la vida» sobrevive a cualquier moda o época, y como sé que te apasiona la música y que tienes una curiosidad e inquietud que te llevan a catar de todo, lo harás, no me cabe duda, saliéndote como siempre de lo convencional al uso. Asómbrate: hay cosas tuyas que aún sé aunque tú todavía no las sepas. Tampoco sé si eres consciente del truco de mal escritor que uso: convertir esta columna en una carta dedicada ti —que no vuelves a los dieciséis, llegas a ellos— cuando los destinatarios son mis tres lectores, de otra generación. Posiblemente incluso me esté escribiendo a mí mismo, sin saberlo. Pero no voy a empezar a redactarla otra vez, ando vago, así es que te pido perdón de antemano por usarte como excusa. Además, seguro que ni me leerás; Diario no es Instagram, TikTok o un mensaje en uno de tus grupos de wasap.
Yo, si te soy sincero, no sé si querría volver a los dieciséis, por mucho que eso conllevase quitarme del cuerpo serrano los achaques que van cayendo. Volver al pasado es un viaje que nos venden en la ficción; un Delorean o una poción mágica que nos lleva a visitar nuestro yo de antaño que, te confieso, no siempre es apetecible. Si fuese a la infancia, con su inocencia y aplastante ilusión por todo, donde el regazo de la madre y el embozo de la sábana al acostarse son refugios contra los monstruos y el mundo no sabe de maldad, quizás lo compraría. Pero no, esto es volver a la adolescencia pura y dura. ¿Sabes lo que es? No, por mucho que así lo creas estando en medio de ella, porque uno de sus mayores problemas es que solo se percibe en toda su magnitud cuando ya se ha pasado. Es como uno de esos cuadros aparentemente sin sentido, hechos de muchos pequeños elementos, donde solo se ve una imagen global cuando te alejas lo suficiente.
Una edad de transición —¿hay algún momento en la vida que no lo sea?— , de despegue desde lo alto del nido en el campanario familiar hacia el vacío, en busca de los otros y de uno mismo. Y salir del cascarón da miedo; qué decirte, seguro que también lo tienes, como yo lo tuve en su momento. Como dice la canción de Parra, es «volver a ser de repente tan frágil como un segundo». Ver el mundo en blanco y negro, sin la maravillosa escala de grises que la madurez permite disfrutar, incluso la gama de colores que dicen que otorga la senectud. Y para colmo, cuerpo y mente gobernados por las hormonas, en un carrusel de verdades y amores absolutos e inmutables que cambian al día siguiente, de dudas disfrazadas de convicciones, coraje y postureo.
No, no volvería a los dieciséis, aunque… ¡Claro que lo haría, a pesar de todo! Porque, ¿sabes?, entonces, veintidós años después, un 5 de noviembre —remember, remember— podría volverte a coger en mis brazos, oír tu primer llanto y perderme en el pozo lleno de futuro de tus ojos, y sería otra vez dichoso, tanto como espero que llegues a serlo tú un día. Felicidades, cielo.