El primer asesino en caer por sus dientes

Josep Fusté (EFE)
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Un aparatoso mordisco en el cadáver de Marina Ruiz permitió confirmar que Serafín Cervilla, novio de la víctima y principal sospechoso, la había matado

La Audiencia de Lérida condenó al agresor a 36 años de prisión.

Serafín Cervilla proclamaba impunemente su inocencia en los platós porque los Mossos d’Esquadra, pese a sospecharlo, no podían demostrar que había matado a su pareja. Hasta que por primera vez en España una prueba odontológica le incriminó al certificar que mordió el pecho de la víctima cuando la asesinó.

El cadáver de Marina Ruiz, de 24 años, fue localizado el lunes 15 de febrero de 1999, en las vías del tren junto al polígono industrial de Cervera (Lérida) donde trabajaba en una empresa textil, después de que un maquinista alertara de que su convoy había pasado por encima de un cuerpo inmóvil. Tras recibir el aviso, los Mossos pensaron inicialmente que se podía tratar de un atropello accidental o de un suicidio, según recuerda el inspector de la Policía catalana Jordi Domènech, uno de los responsables de la investigación. Sin embargo, una vez llegaron al lugar rápidamente se decantaron por la hipótesis criminal: el cadáver presentaba una veintena de golpes durísimos en el cráneo, había sangre al lado de las vías (por lo que alguien tuvo que mover el cuerpo para dejarlo entre los raíles), a unos 100 metros hallaron una barra de hierro con sangre y pelos y la chica tenía una aparatosa mordida en el pecho izquierdo, marcas de estrangulamiento en el cuello y estaba desnuda.

La autopsia reveló que la barra de hierro -un inmovilizador- había sido usada por el asesino también para simular una violación, lo que fue un indicio de que el autor del crimen podía ser alguien del entorno de la joven porque, además de la agresividad con que la atacó, trató de dejar pistas falsas. Los Mossos también sospecharon de que podría ser alguien vinculado a la víctima por la ira que se desprendía del brutal ataque, con golpes que le abrieron el cráneo y que también rompieron el arma homicida.

Según el entorno de la pareja, ambos habían discutido el fin de semana previo al crimen, cuando la chica le confesó que se veía con otro hombre. Según el entorno de la pareja, ambos habían discutido el fin de semana previo al crimen, cuando la chica le confesó que se veía con otro hombre. Como es habitual, los investigadores tomaron declaración al entorno de la víctima, entre ellos a su pareja, Serafín Cervilla, de 28 años quien trabajaba en una fábrica en el mismo polígono que su novia, a la que se dirigió a trabajar tras asesinarla. Lo que Cervilla testificó en su primera declaración policial no levantó sospechas, pero los agentes sí se fijaron en su actitud mientras estaba en la sala de espera, ya que con gestos mandó callar a sus hermanos ante el temor de que les estuvieran escuchando.

 

Una discusión

De los testigos, los Mossos también extrajeron sospechas que apuntaban a Cervilla: varios le definieron como una persona muy celosa y detallaron que el fin de semana previo al crimen, en que se celebraba el día de los enamorados, ambos discutieron, hasta el punto de que los agentes encontraron un pastel rosa en forma de corazón arrojado sin probar en la basura de su casa. Además, los amigos de la pareja también testificaron que la chica, harta de la insistencia de Cervilla, le confesó aquel fin de semana que se veía con otro hombre, aunque no se ha podido comprobar que fuese cierto.

Los Mossos ya tenían un posible móvil para el crimen, aunque les faltaban las pruebas para corroborar sus sospechas ante el juez. La barra de hierro, tras comprobar que la sangre y los pelos eran de la víctima, y que había servido para penetrarla para simular una violación, dio esperanzas a los agentes, pero no aportó huellas concluyentes. Otro indicio que avaló las suposiciones se produjo durante un homenaje que convocó el Ayuntamiento en recuerdo a la víctima: arropado por las autoridades municipales, Cervilla llevaba un ramo de flores que estuvo a punto de dejar en el punto exacto del asesinato -que solo conocía él y la Policía-, aunque se dio cuenta y lo acabó depositando a unos 100 metros.

Al tratarse de un suceso de finales del siglo pasado, los investigadores tampoco podían contar con la triangulación de los teléfonos móviles para confirmar si Cervilla estaba en el lugar del crimen, cometido a las 5,35 horas de la mañana, a cuatro grados bajo cero, media hora antes de que Marina Ruiz empezara a trabajar. De hecho, poco antes, las cámaras de seguridad de una nave cercana captaron cómo la víctima se acercaba a hablar con una persona en aquella zona apartada: el hecho de que la chica actuara con familiaridad, pese a ir sola y de noche, también estrechó el cercó policial sobre Cervilla.

Y en una de sus muchas apariciones en los medios de comunicación, Cervilla cometió un desliz que también corroboró las sospechas: le contó al taxista que le acompañó al plató detalles del crimen que solo podía saber el asesino.

 

La prueba definitiva

Pese a que todos los indicios apuntaban al novio, los Mossos no lograban obtener ninguna prueba material, hasta que empezaron a explorar una pista que había arrojado la autopsia, que confirmó que la mordedura que la chica tenía en su pecho izquierdo era perimortem -provocada minutos antes o después de la muerte-.

A pesar de que no había antecedentes parecidos de este tipo de pruebas en España, los Mossos pidieron a Cervilla, primero voluntariamente -cuando aún no había sido detenido-, y luego después de que su defensa impugnara la primera, que se sometiera a una prueba odontológica, para sacar un molde de sus dientes.

Y el resultado fue demoledor: se empleó un sistema de verificación parecido al de las huellas dactilares, por el que son imprescindibles ocho puntos de coincidencia para poder verificar su identidad. No solo se hallaron ocho puntos, sino 12 en total en ambas pruebas odontológicas, en parte gracias a que la dentadura de Cervilla no estaba bien alineada.

De esta forma, seis meses después del crimen, tras recabar numerosos indicios y determinar el móvil, los Mossos habían dado con la prueba para detener al sospechoso del asesinato, que acabó siendo condenado por la Audiencia de Lérida a 36 años de cárcel. En su sentencia, la Audiencia calificó el asesinato de «execrable», advirtió sobre la «especial brutalidad» con que actuó Cervilla y certificó que la identificación del autor de la «brutal» mordedura que tenía la víctima en el pecho despejaba «toda duda» sobre la autoría del crimen.