Chema Sánchez

En corto y por derecho

Chema Sánchez


Predicar con el ejemplo

17/10/2020

Un hombre cruza el paso de cebra cuando el semáforo está en rojo, y casi es atropellado por una chica joven que va en una bicicleta, que viene desde su misma acera y no se percata de que el individuo, ágilmente, se disponía a cruzar hacia la otra parte de la vía. Entonces se produce la siguiente escena rocambolesca, que a quienes pacientemente esperábamos en cada una de las orillas de la calle nos permitió esbozar una sonrisa lastimera y, en el caso de quien escribe soltar un “así nos va”: el uno insulta a la otra porque había decidido saltarse la norma por su cuenta y riesgo, aunque obviaba que él había hecho lo mismo. De manera que allí arrancó un rifirrafe que los que esperábamos olvidamos en cuanto la luz verde se encendió, porque nos dispusimos a pasar y seguimos con nuestras vidas. Cada cual, a lo suyo. Ante mis ojos estaba el mejor símil de lo que están siendo estos últimos meses; en el ámbito político especialmente, pero también en el social. Meses en los que nuestros políticos no quieren que salgamos a la calle, pero tampoco desean que se muera la hostelería, porque eso reporta visitas, impuestos e ingresos para sostener un castillo de naipes cada vez más endeble. Meses en los que echamos en cara al vecino que no se ponga la mascarilla, cuando nosotros la llevamos puesta en los tobillos…
Están siendo, además, meses en los que las autoridades sanitarias llaman a la responsabilidad, mientras muchos profesionales ya se declaran hartos, mientras otros de su gremio ni están ni se les espera. Tal cual. En el momento más complicado de nuestra historia reciente, nadie, porque es un sector especialmente corporativista, pone el grito en el cielo por el brutal absentismo que se da en ciertos servicios, lo que realmente está afectando a todo el sistema. ¿O no? En particular, a muchos pacientes crónicos o graves que han quedado relegados al ser la única prioridad la que marca el maldito virus y su enfermedad. Son meses, en fin, en los que se están viendo las costuras de nuestras administraciones como en ninguna otra fase de estos 42 años que llevamos de democracia. Aunque hay quien sigue jugando a las cartas como si aquí no hubiera pasado nada, como si la baraja no se hubiera desgastado, o como si el tapete siguiese tan verde como cuando empezamos a utilizarlo. Pero lo peor de todo es que, quienes deberían predicar con el ejemplo, no lo hacen porque parece rentarles más la disputa, el lastimero enfrentamiento por unos votos y el desgajar, con pueriles argumentos y comportamientos, la historia escrita de sus respectivas ideologías. Es así de triste. Y oportunista. Estamos en manos volubles, desaseadas y ávidas de poder, que no digo que no hubiera casos en otras generaciones, pero nos situamos en un contexto único que, al menos los menores de 45 años, jamás habíamos vivido en primera persona. Y lo que tenemos, nos lo hemos ganado, todo sea dicho, porque, empezando por los propios políticos, y siguiendo por conglomerados mediáticos que constituyen la correa de transmisión con el conjunto de la sociedad, hemos propiciado tener una clase dirigente que las pasaría canutas, en muchos casos, para pasar un proceso de selección. Pero, en lugar de corregir dicho sentir mayoritario predicando con el ejemplo, es mejor ese cortoplacismo obsesivo en el que se ha convertido la política española. No digo que no haya buenos políticos -que los hay-, tampoco que no haya quien esté dando el callo en esta situación. Pero la sensación en la calle no es esa. Este 2020 está valiendo por tres años, y no precisamente de los buenos, a lo mejor es momento de poner en valor la figura del político que lo hace bien, del que se sale del guión marcado, del que piensa realmente en todos los ciudadanos a los que representa. Porque, si no, ¿quién va a querer dedicarse a la política? Respóndanse ustedes. Va siendo hora de dejar de perder a los buenos políticos. Ya me entienden.