Fernando R. Piñero

Blanco sobre blanco

Fernando R. Piñero


Hijas de su misma Madre

26/11/2022

Suenan los primeros compases de una música sacra. El espacio está lleno, no hay un hueco vacío desde donde contemplar la escena. La hora demuestra que es temprano. Demasiado. Hace frío, aunque la piedra ayuda a soportarlo. Es domingo y las voces de las carmelitas inundan la capilla de la Transverberación del Monasterio de la Encarnación. A pesar de que el sol hace poco que ha salido, las hermanas llevan varias horas despiertas, en su anhelo de entregar un día más de sus vidas a servir a su causa. Cantan alegres, despiertas, parece como si se hubieran despertado de un letargo de siglos para deleitar con sus voces de ángeles. Aunque uno se atreva a mirar más allá de unas rejas cubiertas con un velo, no es posible verlas. La clausura es dura, quizás menos de los que muchos se imaginan, pero suficiente para dar a entender que se vive con sacrifico. Pero con felicidad. Sobre todo con mucha felicidad. La celebración del domingo se alarga casi una hora. El órgano ha sonado en cada uno de los cantos que las monjas han regalado a los fieles, que lo son no solo de la misa sino de sus carmelitas. Al terminar, el sacerdote mira hacia arriba y se despide. También lo hacen aquellos que comienzan a irse, pero no todos. Porque siempre hay alguien que se queda a vivir en la Encarnación, aunque no se pueda.
A las diez de la mañana, los primeros visitantes comienzan a ocupar el patio, que se abre a la ciudad con la muralla oteando desde lejos. Teresa bajó desde allá arriba, exclama uno, para escalar otro cielo mucho más inalcanzable. Porque Ávila es también para muchos una ciudad santa. No importa su lugar de procedencia, todos quieren cruzar la misma puerta que atravesó una joven de veinte años que más tarde se convertiría en una mujer inmortal a ojos de la historia. ¿Se puede tocar la pared? ¿Este suelo lo pisó ella? Si me apuran, quizás hasta este aire es el mismo que un día exhaló Teresa. En la Encarnación, la Santa vivió la mayor parte de su vida y, como defienden las monjas, en un lugar ocupado por una mujer así debe poderse respirar una atmósfera que no se puede describir en unas pocas palabras. A la hora de comer, ya con el museo cerrado por descanso, las hermanas ofrecen a los que colaboran allí con su trabajo un almuerzo bendecido con su cariño. Extenso, exquisito y muy personal. A través del torno regalan parte de su comida como muestra de su agradecimiento y a través de esa ventana reciben a todo aquel que esté dispuesto a llamar a su campana.
Siempre hay una súplica que atender, un consejo que dar o una caridad que agradecer. Ya sea en invierno o en verano, por la mañana o por la tarde, la hermana tornera se encarga de hacer las veces de portera, amiga, madre, hermana y consejera. Es el único momento en que se comunica con el exterior y recibe noticias, aunque no sean buenas. Y todo lo que puedan hacer lo pondrán en marcha. Al otro lado de la puerta, en el locutorio, lo más probable es que una hermana se agarre a los barrotes para acercarse lo máximo posible a su familia, que la mira llena de amor desde el otro lado. Está oscuro, pero los padres no pierden ni un segundo del tiempo que pueden disfrutar de su hija. Incluso le cantan el cumpleaños feliz si corresponde. Y el visitante pregunta si de verdad están escuchando la voz de una monja que canta. Y claro, hay que explicarle, también ríen y se emocionan. Son personas, con un proyecto de vida entregado y difícil de entender a veces, pero personas al fin y al cabo. Y sienten que todo es un regalo. Como el día en que la lluvia impidió a la Santa regresar a su casa en los primeros días de noviembre. Algunas no durmieron aquella noche por quedarse junto a su Madre, despiertas por el regocijo de sentirse dichosas de vestir su mismo hábito.
Las vocaciones son tempranas, cada vez más, pero las hay que dejaron todo lo que habían construido fuera para ingresar en el monasterio donde un día se fraguó la Reforma. Por eso conocen y entienden los problemas, porque un día ellas también los padecieron. Ahora viven esperando algo mucho mayor y difícil de entender en ocasiones, ellas lo saben, aunque a los demás nos cueste llegar a comprenderlo. Pero nos sentimos orgullosos. Porque la Encarnación es un pedacito de cielo en Ávila.