Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Se echa de menos la mochufa

15/12/2020

La cosa rural, para quienes no son de campo, debe de tener algo de estrambótico, de vacación de cartón piedra, de Disneyland de pueblo. Esa, supongo, es la gracia. La de marchar a una aldea que huele a excremento de vaca, a bollos de manteca y a horno de leña sin tener que padecer a la vaca, ensuciarse amasando y atufarse encendiendo la hoguera. Llegas a cama hecha, sueltas la maleta y te vas a tomar un vino al bar del pueblo donde, si además te dan alguna tapa, te vas comido a echar la siesta. Si no, siempre habrá un restaurante cerca en el que la comida popular, hecha a base de los productos de la tierra, no nos deparará excesivas sorpresas, pero nos devolverá al paraíso perdido de nuestros antepasados. Hay quien se aventura a charlar con los aldeanos de esto y de aquello, de si el tiempo este año viene muy húmedo y no va a ser bueno para la siembra o para la trilla o para lo que toque, sin saber un ápice de qué va la cosa. Salen de la gran ciudad para oxigenarse para soportar la contaminación; hacer acopio de olor a vaca para cuando sólo huela a escape y de garbanzos para cuando haya que tirar de hamburguesa o plato combinado. A veces, cuando se dan las condiciones oportunas como el día soleado o el paseo perfecto, la gente fantasea con comprarse una casita, con un terrenito, dejar la gran ciudad (o la mediana) y «salirse al campo», que diría Quevedo. De todo ello se tiene conciencia, no por las lecturas provechosas de los clásicos, sino por el runrrún que circula por los mentideros de la corte y que trata de la «Españavaciada» donde la vida transcurre lenta y saludable, como en el cuadro de Millet o en los poemas de Machado. Concuerda con esa espiritualidad instagramer, de frasecilla ocurrente y sin sustancia, de autoayuda de tres al cuarto que, día tras otro, nos manda alguien al móvil con los deseos de buenas noches: irse al campo para encontrarse a uno mismo, para conectar con la madre tierra, para descubrir la fuerza que nos hace uno con el cosmos, para devolvernos a aquel paraíso perdido o para hablar con los espíritus del bosque, si me apuran. Luego, llegado el domingo por la tarde, se recoge todo y se vuelve uno a casita. Lo importante no es, la mayoría de las veces, haberse oxigenado. No. La mayor parte se vuelve con la misión cumplida de mostrarse a sí mismos que han salido al pueblo como Montaigne a la vie de château, a demostrarse esa decimonónica superioridad del urbanita sobre el aldeano. Siempre será mejor ser un fulano de barrio capitalino, con su Mercadona cerca, su bar de confianza y sus tardes de fibra óptica, que pelearse con la tierra para sacarle unas patatas o con las vacas para que te paguen el litro de leche a unos céntimos. El ruralismo de tres al cuarto ha vestido de marca y de literatura basura al paseante dominguero. Hace no mucho escuchaba a uno de esos turistas de estofa periférica en un bar tras acercarse a hablar con el paisano de turno: «Ejque aquí tienen un acento de pueblo...». Desde hace meses compruebo que se ha popularizado eso de la «mochufa». Es palabra que me ha hecho mucha gracia y que, quienes vivimos en los aledaños de la periferia de la Corte, a Dios gracias, podemos entender con muchísima claridad. Apareció en una novela de Santiago Lorenzo que me hizo bastante gracia y parece que ha tenido éxito. Está formada la tal mochufa por las clases bajas que pretenden ser nobles. Visten marca de outlet, se compran un 4x4 para irse al campo y volver con los neumáticos embarrados y disfrutar limpiándolos luego; se aliñan culturalmente con cuatro o cinco tópicos y leen medio libro con el que tienen para tirar un año y medio de conversación cultural. Son la versión actual de los domingueros y se presentan en provincias con aire de la nobleza que parece dar, por ósmosis, vivir en la corte. Hablan de lo rural confundiéndolo con lo rústico y van de foodie con lo que han aprendido en Masterchef y La cocina de Arguiñano. Se pasean por las terrazas hablando alto, muy alto, por lo general de intrascendencias y sinsentidos, para que los paletos sientan su presencia. Piden al camarero las cosas con displicencia, porque ellos vienen de alternar en bares donde, se supone, los churros los ponen con azúcar glass y los callos de vaca con un toque crocante. Sí nos han dejado cierta paz... pero cuánto se les echa de menos. Que se lo digan a los restauradores y a los comercios y a tantos y tantos.