Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Vieja plazuela de las Vacas

18/05/2021

Era una plaza con un pilón donde iban a beber las vacas: el pilón de las vacas. La Iglesia tomó el nombre de la advocación de la Virgen. El barrio es humilde. Lo fue siempre y lo sigue siendo. Cualquiera podría pensar que, estando a paso y medio del centro, se podría haber gentrificado, haberse llenado de población joven y haber renovado su fachada y su espíritu. Pero en Ávila no hay quien gentrifique nada porque, no habiendo dinero ni para comprar pisos baratos, cómo va a haberlo para remozar barrios. Los responsables públicos, desde antaño, se han pasado por la plazuela para rascar votos, pero no se ha hecho gran cosa nunca, salvo urbanizarla y darle un lavado de cara a los alrededores de la ermita. Era una plazuela de pueblo, con toda su pobreza, pero también con todo su encanto: casas bajas, de ventanas breves para evitar el frío (y el calor excesivo). Algunas otras más solemnes se asomaban a la ermita para cobijar un par de tabernas que habían tenido nombre más allá de la barriada. Recuerdo los mayos de mi infancia porque la Virgen llegaba hasta la Iglesia de San Juan de vuelta la procesión hasta la Encarnación. Mi abuelo materno le tenía mucha devoción a la Virgen de las Vacas. Días antes de morir, tal día como el de San Isidro, hace ya veintitantos años, se detuvo la imagen frente al balcón de su casa unos metros antes de entrar en la iglesia. Creo que ya apenas pudo asomarse. Alguna vez, de muy niño, lo acompañé un tiempo, seguramente no todo el recorrido, de esa procesión, los cofrades con la vela en la mano, medio bastón medio cirio sobre los que corrían leyendas guerracivilistas de rojos y no rojos, de gobernadores precavidos y de devotos osados. De aquello guarda uno un complejo recuerdo entre nostálgico y extrañado, como de todas estas cosas que luego se tamizan por la lógica. El caso es que me he pasado estos últimos días por allí. Poco queda de ese tiempo en que se imprimían unos poderosos programas de fiestas en el que no menos de cien páginas ocultaban entre la publicidad de tales o cuales negocios de toda la ciudad, las referencias a la romería, a los cohetes, a la subasta de banzos y de no sé cuántas cosas más. Poemillas populares llenos de gracia y de amor por la Virgen; textos de párrocos de acá y allá, el horario de la novena... Fue aquel barrio un barrio suburbial en sus tiempos, de huertecillos no tan bien regados como otros de Ávila. Yo aún recuerdo alguno. Poco más allá se acababa la ciudad. El día de la fiesta salían rigurosamente de traje los hombres y de gala las mujeres. Y entonces nadie podía decirle a ninguno de ellos que no eran lo más exquisito de la ciudadanía. A cada parada le cantaban una Salve con toda la fuerza pulmonar que les permitía su voz y doblaban las voces unos a otros, como si hubiesen ensayado aquello durante años. Quizá lo habían hecho. No hace mucho volví a entrar en San Juan, creo, o tal vez era el Convento de Gracia... No era lo mismo. No sé si se ha perdido devoción o voz. O cofrades. La zona se ha vaciado no poco y se ha llenado de inmigrantes para quienes la Virgen no pasa por ser la advocación de la Iglesuca que le da nombre a la plaza y, por extensión, al barrio. Como tantas cosas de la ciudad, se está dejando ir sin estrépito. Todo en Ávila se hace sin estrépito. No sé qué será de todo ello. La iglesia pervivirá; ya se encargaron en su tiempo los vecinos de arreglar lo arreglable. Quizá, con el tiempo, se dejen caer las últimas casas que, ya vacías, se resisten al tiempo y a la vejez de las cosas. Vendrá alguien y levantará horrorosos pisos de ladrillo visto y se dejará alguna plaquita para recordar viejos años. Y lo que apena de todo ello es la memoria de tanta gente que esperaba los inicios de mayo, en estas fechas, y que parecen ser sólo fotografías en blanco y negro que a nadie interesan salvo a los propios que van quedando. En aquel lugar hay más historia de Ávila que en lugares más concurridos. Historias de gente que no dejó su nombre en las calles ni en los palacios, pero sí en los ladrillos, la mampostería y el sillar del templo, Y también en esas casitas que se vienen abajo. Novelas que no se cuentan, pero que aún se leen paseando por la plazuela. Muchas de ellas se resisten a ir y se quedan prendidas como las mariposas al manto de la Virgen.