Carolina Ares

Escrito a tiza

Carolina Ares


Beethoven

20/12/2020

El pasado miércoles se celebró el 250 aniversario del nacimiento de Beethoven y después de un año pensando en escribir sobre él, le consagro este último artículo de 2020. Como no tengo formación musical, me van a permitir que escriba sobre él desde mi relación con su música. Y para ello, me gustaría volver con ustedes al 1 de enero. Para mí el nuevo año no empieza hasta el concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena y el último lo vi con mi amiga Barbarita, chelista de profesión y mi gran educadora en materia musical. Juntas disfrutamos de las melodías de la familia Strauss, del interludio dedicado al genio de Bonn y miramos los conciertos que iban a dar por toda Europa en homenaje al músico y que ya tenían las entradas agotadas. Para cuando mi amiga se fue a comer con su familia, mi propósito de Año Nuevo era oír en directo la Novena Sinfonía. Con este plan en mente, me puse el disco cuando me quedé sola tras la comilona y acabé en un maravilloso estado de sopor, con los ojos cerrados, a veces dormida, a veces despierta, pero acunada por la expresividad de la sinfonía más poética del compositor, arrullada por esa conocida melodía que alude a lo mejor de la humanidad. Recuerdo que para cuando volví a estar despierta del todo pensé que un año que comenzaba así, tenía que ser bueno a la fuerza. 
A estas alturas ya se podrán imaginar que no he cumplido mi propósito de Año Nuevo, pero Beethoven no se ha separado de mí durante todo este tiempo. Y también que fue él quien me llevó de nuevo a un auditorio a comprobar que la cultura se ha adaptado extraordinariamente y es segura, y quien me hizo sentir el peso de todo el año. No fue la Novena, como yo quería, sino la Quinta. Quizá fuera el destino con el que muchas veces se ha asociado esta sinfonía, el que me llevó a un patio de butacas a escuchar esas cuatro notas que todos conocemos y sobre las que tanto se ha especulado, el destino llamando a tu puerta que dicen algunos. Pero allí, sentada, no pude dejar de encontrar una hermosa poética a estar oyendo la narración del descenso a los infiernos de Beethoven al notar que se quedaba sordo, como reencuentro con los escenarios, mientras recordaba con cariño aquel Año Nuevo que les he narrado y como los planes que ese día hice se desbarataron en una situación que, pese a los avisos, no vimos venir y cambió nuestro mundo para siempre. 
Pero Beethoven siempre tiene espacio para algo más y el final de la composición poco tiene que ver con el principio. Esa misma obra llega a un momento de “calma tras la tormenta” que dijo Proust, y que el propio compositor debió de sentir gracias al arte que escribió que fue su salvación, pues de la intensidad dramática de la Quinta, fue transitando por las bellísimas Sexta, Séptima y Octava Sinfonías hasta esa oda a la Humanidad que es la Novena. Ese canto de esperanza, de amor al mundo, de optimismo. La obra de un hombre de mal carácter y sordo, que nunca pudo oírla y que aún así siempre me hace pensar en las cosas tan maravillosas de las que somos capaces los seres humanos. Cómo podemos encontrar la melodía en el silencio, la luz en la oscuridad. Doscientos cincuenta años después seguimos necesitando a Beethoven más que nunca.