Victoriano Martín Martín

Rerum Ultimas Causas Cognoscere

Victoriano Martín Martín


Requiem por el Estado del Bienestar

05/12/2022

Los dos pilares del Estado de Bienestar son un buen Sistema Público de Educación  y un buen Sistema Público de Sanidad, estos pilares, además de cooperar a la cohesión social, garantizan el aumento de la productividad de la economía; pero ¡Ay!, cuando escribo este papel acaba de quedar patente el caos del sistema sanitario, a lo largo y ancho del país; y el deterioro progresivo del sistema educativo se está convirtiendo en todos los niveles, con la inestimable ayuda de psicólogos y pedagogos, en una fábrica de analfabetos funcionales. Existen otra serie de servicios que debe garantizar el Estado, tales como seguros de desempleo o sistemas de pensiones para los jubilados y discapacitados, un programa general de seguridad social entre otros. 
Los orígenes del Estado de Bienestar, que comenzó a deteriorarse a finales de la década de 1970, hay que fijarlos en el primer cuarto del siglo XX. En Inglaterra nació de los esfuerzos de acabar con los abusos del sistema industrial y mejorar las instituciones penales y la asistencia fuera de las mismas. En 1905 Gran Bretaña aguijoneada por el desempleo generalizado emprendió una revisión general de la aplicación de sus leyes de pobres de 1834. La Royal Commission on Poor Laws and Relief of Distress, creada para llevar a cabo la referida revisión, se hizo famosa por el informe elaborado por un grupo que se había quedado en minoría dentro de la Royal Commission. Este grupo minoritario publicó en 1909 por su cuenta el conocido Minority Report, firmado por el matrimonio Beatrice y Sidney Webb. Dicho informe proponía, entre otras cosas, la abolición de las leyes de pobres británicas y su sustitución por un programa general de seguridad social. En él se hablaba del «Estado administrador», de un sistema de atención pública «desde la cuna hasta la tumba», con el que «se aseguraría un estándar mínimo nacional de vida civilizada (…) para todos los ciudadanos por igual, de cualquier clase y sexo, con lo que queremos decir una alimentación suficiente y una formación adecuada en la infancia, un salario adecuado mientras se esté en condiciones de trabajar, atención médica en caso de enfermedad y unas ganancias modestas pero aseguradas para la invalidez y los ancianos». Como podemos observar estamos asistiendo al nacimiento del marco institucional que ampara  al Estado de Bienestar. 
La  responsabilidad del bienestar básico de los ciudadanos acaba de ser transferida al gobierno, a quien se obligaba a garantizar un nivel de vida mínimo a cada ciudadano -un derecho prácticamente innato de los individuos por el mero hecho de ser personas-. Se rompía con las teorías que dejaban en manos del individuo las claves de su propio destino. Ahora bien, desde el principio, en palabras de los Webb, el Estado de Bienestar debería ser completamente compatible con el mercado y la democracia. Se va a producir una evolución en la que, poco a poco, el Estado tendría cada vez mayor papel en la economía para evitar los abusos del capitalismo.
El Minority Report, como venimos insistiendo, incluía una de las principales descripciones del moderno Estado de Bienestar. Lord William Beveridge, autor del denominado Beveridge Report publicado en 1942, y que colaboró en el Minority Report como investigador, reconoció que su proyecto sobre el «welfare state» británico, en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial  «se derivaba de lo que todos nosotros recibimos de los Webb».
La edad dorada del  crecimiento económico en Europa Occidental, Estados Unidos y Canadá tuvo lugar durante los  treinta y tantos años que separaron el final de la Segunda Guerra Mundial de la crisis del petróleo, un crecimiento bastante más rápido de lo que había sido en toda la historia. Según los datos aportados por Banerjee y Duflo en Buena Economía para tiempos difíciles (2020), citando a Robert J. Gordon, The Rise and Fall of Americam Growth (2016), entre 1950 y 1973 la tasa de crecimiento anual ascendió al 2,5 por ciento Dicho crecimiento estuvo impulsado por un rápido incremento de la productividad de la mano de obra, o la producción por hora trabajada. En Estados Unidos, la productividad de los trabajadores creció un 2,82 por ciento anual. Este aumento de la productividad de la mano de obra fue lo suficiente grande como para compensar con creces el descenso de las horas  trabajadas por persona que tuvo lugar al mismo tiempo. El aumento de la productividad de los trabajadores fue debido en una parte importante a la mayor educación, que explicaría alrededor del 14 por ciento del aumento de la productividad laboral del periodo.  Y en parte por la aplicación de los avances tecnológicos, esto es, la inversión de capital, que proporcionó más y mejores maquinas con las que trabajar, explica un 19 por ciento. El resto de la mejora de la productividad observada, obedecería a lo que Robert Solow denominó «productividad total de los factores», o  PTF..
Parece que las cosas comenzaron a complicarse con la crisis del petróleo de 1973. Según Robert Gordon el crecimiento económico se acabó en torno al 16 de octubre de aquel año, fecha en que los países miembros de la OPEP deciden no exportar más petróleo a los países que habían apoyado a Israel durante la guerra del Yom Kipur, fenómeno conocido como embargo del petróleo. Cuando el embargo se levantó en marzo de 1974, el precio se había cuadruplicado. 
Por aquellas fechas se había generalizado la teoría renta de los precios, teoría recuperada por Keynes en el capítulo 21 de la Teoría General  y su idea de que Mientras, haya desocupación, la ocupación cambiará proporcionalmente a la cantidad de dinero; y cuando se llegue a la ocupación plena, los precios variaran en la misma proporción que la cantidad de dinero (J. M. Keynes, Teoría General, V, 21,  III). Aparece aquí la vieja capacidad ociosa de la teoría de la circulación del dinero de los mercantilistas, retomada por la Teoría Monetaria Moderna  con el Siempre hay capacidad productiva sin utilizar incluida la mano de obra (Stephanie Kelton, El mito del déficit, p. 74). La señora Kelton en nota a pie de página reivindica la Curva de Philips, que es una relación inversa entre la tasa de desempleo y la tasa de inflación. Esto explica que a finales de la década de 1970 en los países ricos de Occidente apareciera la estanflación, esto es, niveles muy altos de inflación con niveles preocupantes de paro. 
Pues bien, a finales de la década de 1960,  varios economistas de la corriente principal de pensamiento del entorno o de la propia Universidad de Chicago comenzaron a poner de manifiesto las que ellos denominaban falacias de la economía del lado de la demanda, e instaron a que se volviera a las políticas tradicionales de equilibrar el presupuesto y erradicar la inflación de la economía. Había nacido una nueva corriente de teóricos  que defendían una economía del lado de la oferta. La nueva corriente –no me atrevo a hablar de escuela– resaltaba la importancia de los incentivos para  la toma de decisiones de los agentes económicos. La idea de que el crecimiento económico obedece a la reducción de costes y al aumento de la productividad implicaba a su vez una autentica cruzada contra los impuestos y a favor de la desregulación de todos los mercados, y especialmente del mercado de trabajo. Es cierto que los  ajustes en el mercado de trabajo vía precios son menos dolorosos que vía cantidades, pero la absoluta liberalización del mercado de trabajo, si no existe protección, puede tener unas consecuencias no queridas que puede dinamitar la cohesión social.
El grupo de economistas de la economía de la oferta intentó desterrar las grandes políticas pro gasto público, que según ellos estaban arruinando la economía estadounidense en la década de 1970. Comencemos por la estructura de incentivos. La Nueva Economía Institucional ha insistido en que la importancia del marco institucional radica en que determina la estructura de incentivos de la economía, que a su vez guía la toma de decisiones de los agentes económicos, pero es más, toda la Microeconomía se fundamenta en el papel de los incentivos. De la misma forma el crecimiento económico obedece a la reducción de costes y al aumento de la productividad. Reducción de costes y aumento de la productividad, potenciados por los avances tecnológicos y el aumento del capital humano. El supuesto de los incentivos implica la mayor eficiencia del mercado; de aquí  el auge de las privatizaciones y de la desregulación que junto con la flexibilidad de los precios facilitan el equilibrio. Finalmente, en esta síntesis apretada sobre las causas del crecimiento económico según los economistas de la oferta, tenemos que referirnos a la cruzada contra los impuestos. Pero todo este razonamiento deja de lado el marco institucional que debe ser definido y garantizado por el Estado. El Estado tiene que establecer y garantizar las reglas del juego, que deben presidir la toma de decisiones de los agentes económicos. Un elemento determinante del marco institucional lo constituye la cohesión social. La falta de cohesión social provoca una estructura de incentivos adversa. De ahí que el Estado deba garantizar la cohesión mediante la financiación del Estado de Bienestar. 
Pues bien, a falta de un estudio más riguroso de los hechos, parece que no es arriesgado concluir que desde principios de la década de 1950 hasta finales de la década de 1970, gracias a las políticas públicas  los países capitalistas conocieron la fase más igualitaria de su historia, –también de mayor crecimiento– ; de la misma forma desde principios de la década de 1980 asistimos a un aumento creciente de la desigualdad en los ingresos; una desigualdad que adquiere tintes dramáticos con la gran recesión, y ha colocado al borde de la miseria a una gran parte de los trabajadores no cualificados. Durante este tiempo, gracias a los estudios de Thomas Piketty y Emmanuel Saez, sabemos que tuvo lugar una desaceleración de la productividad y tal vez una pérdida de dinamismo empresarial lo que se  ha traducido también en una notable desaceleración del crecimiento económico. 
Parece que la eficiencia emborrachó tanto a los economistas que postulaban las reformas como a los políticos que pusieron en práctica las políticas necesarias para llevarlas a cabo, sin plantearse los posibles efectos redistributivos y mucho menos sus consecuencias políticas. Vistas las cosas con perspectiva, las reformas desde el punto de vista de la distribución, mejoraron la situación de los que estaban bien y empeoró la situación de los más débiles; y llamando a las cosas por su nombre, aumentaron los beneficios de las empresas y las retribuciones de los directivos y progresivamente se devaluaron los salarios de los trabajadores no cualificados, que han tenido que sufrir en su propia carne todo el peso de los reajustes de la gran recesión. A todo esto hay que añadir los brutales recortes en los servicios sociales, como consecuencia de la cruzada contra los impuestos; brutales recortes que tienen que soportar siempre los más pobres. El gobierno está demasiado preocupado por el gasto electoralista un gasto que lejos de propiciar la cohesión social proporciona una estructura de incentivos adversa. 
 No parece que sea arriesgado concluir que de los polvos que estamos describiendo vienen estos lodos de los extremos que están poniendo en peligro la convivencia en los países  desarrollados; y especialmente en nuestro país, con las propuestas disparatadas de la extrema izquierda, el cáncer del nacionalismo, y por si nos faltara algo la nostalgia de la caverna de la extrema derecha en auge, que pasa a engrosar ese club siniestro de los populismos.