Ester Bueno

Las múltiples imágenes

Ester Bueno


Ebrios como dioses

28/04/2023

Me pregunto qué tipo de adicción es la que provoca el poder como para que algunas personas se pongan en ridículo delante de la inmensa humanidad, y sobre todo ante sí mismas, por preservar unas prerrogativas, ínfimas en muchas ocasiones, que les permitan seguir en una mal entendida sensación de pertenencia a algo, que nadie les ha otorgado, como si fuera un placet perpetuo, excepto su propio egocentrismo cultivado al calor de unos cuantos palmeros malhadados. 
Probablemente, y dejando a un lado los asuntos pecuniarios que llevan aparejados algunos de los lugares de poder, ese adherirse a un puesto, bien sea de forma repetitiva o de manera saltarina según sople el aire, tiene mucho que ver con la necesidad de reconocimiento, y lleva implícita una vacuidad vital inmensa. No hablo, ni mucho menos, de los que prestan un servicio a los demás durante un periodo determinado, con honestidad y dedicación, y que llegado el momento preciso, elegantemente y sin alharacas, ceden el paso a otros, retomando aspectos de su existencia que, quizás por las excesivas horas de trabajo, relegaron a un segundo plano. Me refiero a  aquellos que son incapaces de estar fuera de lo que es el «poder» y que cruzan los límites del decoro por unas migajas de popularidad o por un plato de lentejas.
Este segundo grupo humano se caracteriza por no tener otro tipo de «poderes». Personas que no tienen el poder de ser independientes económicamente en algunos casos y se venden al mejor postor parar subsistir sin trabajo conocido; aquellos que no tienen el poder de hacer amigos y que necesidad formar parte de un grupo heterogéneo, y en muchos casos destructivo, que reafirme su maltrecha autoestima; también los que no tienen el poder de perdonar y perdonarse, y por despecho batallan para demostrar que nadie puede con ellos y, para finalizar el catálogo, están los narcisistas, los que no tienen el poder de darse cuenta de que nadie está interesado en ellos, salvo ellos, pero cuya vida no tendría sentido sin el poder. 
El gran problema se presenta en la dicotomía entre ambos colectivos: el de los servidores leales y pasajeros y el de las garrapatas perpetuas y obstinadas en permanecer en el poder al precio que sea. Y es que los leales siempre son generosos, saben gestionar las complejidades emocionales propias, las necesidades de su propio yo y las de su entorno, pueden etiquetar los conceptos de finitud y límite y, lo que es primordial, tienen una perspectiva de vida propia, proyectada adelante, fuera de ese poder que ejercieron con mesura cuando les tocó. Pero los otros, los ácaros, gastan sus cuatro etapas de desarrollo en el poder: huevo, larva, ninfa y vida adulta poderosa, de manera lenta y cansina, de tal forma que quizás les pille la jubilación en el intento de permanencia, que probablemente es lo que quieran. Añadiendo a estas lindezas la mala entraña que proyectan hacia cualquiera que les pudiera hacer sombra en su atalaya, destruyendo si es preciso sin ningún tipo de contemplación. 
No sería tan grave si ese poder del que hablamos, que se despliega en muchos ámbitos, especialmente en lo público, no fuera un elemento colectivo, de representación, de vida democrática. Una cultura que permite que personas sin ningún elemento de juicio, simplemente por dejadez del resto, sigan ejerciendo el poder, los poderes, grandes o pequeños, sin que exista una crítica directa de la sociedad ante esas actitudes, es una cultura en decadencia. Ese laisser faire, laisser passer, la costumbre de la mínima intervención del individuo ante las injusticias por propia voluntad, la comodidad que da el ver los acontecimientos desde la distancia, sin inmiscuirse, sin quemarse la piel, nos lleva a un escenario desgarrador. Estamos permitiendo, a pequeña y gran escala, que el ejercicio del poder se haya convertido en una conducta macabra y extremadamente peligrosa, gracias a la inacción de la mayoría, y así están los que no quieren bajarse de sus sillas, ebrios como dioses. 

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