Juan José Laborda

RUMBOS EN LA CARTA

Juan José Laborda

Historiador y periodista. Expresidente del Senado


Incertidumbre y malestar

20/09/2020

Llegó el nuevo curso político y académico, y la mayoría de nosotros no somos capaces de hacer planes para el futuro, incluso para el futuro inmediato.  La gente no sabe si en Navidades podrá visitar a su familia en otra provincia, pero ese vivir sólo en estricto presente se extiende a todas las actividades que antes estaban programadas en nuestra vida cotidiana. Es curioso, pero también inquietante, que ahora no se pueda programar nada; que los ordenadores,  los teléfonos digitales, internet y la inteligencia artificial parecían haber instaurado ‘la programación’ en el funcionamiento ordinario de nuestras democracias avanzadas.  
Creo que esa sensación es nueva y quizá indique la culminación de un estado de ánimo que venía de bastantes años atrás. He dedicado muchos de estos artículos a la incertidumbre que se ha adueñado de las sociedades democráticas de nuestro tiempo. De ahí su malestar permanente. Hace cuarenta y tres años el malestar no estaba en que no se sabía cómo sería el futuro, sino en las dificultades para conseguirlo. 
Cuando se hicieron los grandes acuerdos de la Transición, entre 1977 y 1978, la incertidumbre surgía de que la democracia podía fracasar otra vez -el tremendo verso de Jaime Gil de Biedma: De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal, pero todos y cada uno de los españoles sabíamos cómo queríamos que fuese nuestro porvenir, y a qué país deseábamos parecernos en el futuro, y la mayoría aspirábamos a vivir como en las naciones europeas occidentales, aunque la minoría se repartía entre los que ansiaban quedarse en el mismo sitio del pasado y los que apostaban por vivir heroicamente en Estados como el cubano, el chino o el ruso comunistas. 
Ahora no tenemos apenas horizonte. La incertidumbre y el malestar social han aparecido cuando ha estallado la contradicción de un mundo que está siendo programado por el capitalismo global y es también un mundo en el que sus habitantes están condenados a unas existencias sin seguridad y sin perspectivas, salvo consumir y consumir; la clásica alienación y la anomía de Rousseau, Feuerbach, Marx, Durkheim, Weber, Freud o Castilla del Pino, entre otros. No somos libres y sin embargo carecemos de la rutina de los condenados a cadena perpetua. 
¿La actual pandemia ha culminado la fase que se inició cuando Francis Fukuyama (Chicago, 1952) profetizó que después del comunismo llegaría una sociedad basada en el libre mercado y sin luchas ideológicas? No sucedió como Fukuyama preveía, pero el mundo cambió, y empezó una globalización que ahora parece entrar en crisis. ¿Comenzará una fase distinta para democracias como la nuestra? Sobre esa interrogación tendré tiempo durante los próximos meses para pensar sobre ella. Se sabrá que empieza una nueva fase si cambian algunos fenómenos políticos característicos de este período, como son la perpetua lucha partidaria en las democracias, con el rival visto como enemigo; la degradación de las instituciones representativas, con el parlamentarismo en lugar destacado; y el fenómeno más importante de todos, a saber: la actual globalización ha producido  un retroceso alarmante de las relaciones internaciones multilaterales, y desde otra perspectiva, un cierto triunfo de la autarquía mental y socioeconómica que nos traslada, recordemos, a los pésimos años treinta del siglo XX. 
La incertidumbre se mantendrá hasta el 3 de noviembre, cuando los norteamericanos decidirán si Trump o Biden influirán en nuestros próximos cuatro años.¿Sólo esos años? Son tan enormes los problemas mundiales que me pregunto si los sistemas electorales, y los partidos políticos que surgen de ellos, sirven para abordarlos racionalmente. Trump y Biden han sido designados en primarias democráticas, ¿pero son los mejores candidatos, comparados con aquellos otros que no alcanzaron los votos necesarios? Para la mayoría de los europeos, que hace cuatro años creyeron que Trump no sería nunca presidente, ahora piensan que la lógica no garantiza el acierto en política. Se nos olvidó que la democracia no garantiza la lógica, sino los derechos fundamentales de los ciudadanos. 
España, Gran Bretaña, Francia, Italia, Israel y la mayoría de los países democráticos (pero no en Alemania) tienen un problema con sus partidos políticos. Como en Estados Unidos, hay poco control interno, mucho espectáculo, y líderes que dependen demasiado de los medios de comunicación y del dinero de los poderosos. Fijándonos en España, los dirigentes partidarios, que concentran el máximo poder interno, no son controlados por órganos intermedios, y están modificando silenciosamente los procedimientos y las prácticas de gobierno. 
Apostar por el enfrentamiento permanente en lugar  de  buscar con el debate acuerdos constructivos, y elegir como asesores a comunicadores en vez de expertos cualificados en materias gubernamentales, genera  un parlamento que ya no se caracteriza por acoger y fomentar la pluralidad de pensamiento. El poder de ese tipo de dirigentes ocasiona que sus partidos han abdicado de sus tradicionales funciones de control. La inaudita gravedad de los hechos del Gobierno de Rajoy respecto a Bárcenas, el tesorero del PP, no hubiera sido posible si hubiese habido control parlamentario, y control del mismo partido. Ahora, cientos de parlamentarios, de ambas Cámaras, no pueden renovar las instituciones constitucionales, porque sus jefes -en la práctica dos o tres personas- han decidido incumplir esa obligación constitucional. Aumentan el malestar y la incertidumbre.