Pilar Iglesias

Pilar y sus cosas

Pilar Iglesias


Halloween. Genealogía. Y calma

31/10/2022

Pues Halloween se ha quedado. Esa fiesta rara y americana que venía a 'paganizar' nuestra fiesta de limpieza y decoración de tumbas, tan cristiana y devota, se ha instaurado como una fiesta real y necesaria, una festividad de calendario en la que hay que disfrazarse, decorar la casa y pedir truco o trato, sin saber nadie qué es truco ni qué es trato. Lo veíamos en las pelis. Creo que la primera vez que tuve relación con este asunto fue al ver E.T. Aunque ya se sabe que la memoria recuerda lo que quiere y como quiere. También recuerdo que la primera fiesta de disfraces terroríficos la preparó nuestro querido Delicatesen. Lugar de referencia, para propios y extraños, aunque ya no hagan teatros ni monólogos. Los echo de menos.  Fui, pero sin disfraz.  Con lo que me gusta a mí disfrazarme. Tuve una época de pseudo vergüenza, aunque siempre fue pseudo. La adolescencia no pudo aniquilar esta parte de mí. Y ahora con mis hijos disfruto cada momento de cambiar de aspecto.
Somos todo aquello que vamos experimentando y atesorando a lo largo de nuestra ancha vida. Si rastreo mi historia y miro mis fotos infantiles, la causa de mi querencia por el disfraz viene por parte de mi madre. Me disfrazó de todo lo que pudo, más allá de las funciones del cole, donde empecé de ángel, pasé a pastora y ascendí a Virgen María. También me disfrazó de enfermera y, mi favorito, de bailarina tipo salsa, con sus maracas y turbante incluido. Y eso quedó con un reportaje fotográfico profesional para la posteridad. Recuerdo el frío que pasé.
Este año he invertido más dinero del que debería en la fiesta pagana. Y en mis búsquedas del disfraz perfecto, del maquillaje perfecto y de los complementos perfectos, he visto pasillos llenos de gente a la caza del mismo tesoro. Ya te comenté en el mercado medieval que estamos ansiosos de fiesta. Festivales, vacaciones, centros comerciales. Se podría decir que la pandemia ya es endemia. Y está bien. Más allá de la mascarilla anecdótica en tres situaciones, el covid ha pasado a ser un mal recuerdo. Y está bien. Las cosas están siendo como deben ser. No me estoy quejando de esto. Sino que me acabo de dar cuenta de una obviedad.
El mundo está yendo demasiado deprisa para mí. Y no solo eso. La vida me está adelantando y encima ¡por la derecha!
Me gusta ir al ritmo, estar al tanto de las cosas, de las novedades, de las apps más útiles, de los videojuegos, y tengo un trabajo que me lo facilita. Son mis compañeros jóvenes de fatigas los que me ponen al día. Pero esto me está superando. Poder comprar ojos de gominola junto a los turrones, me está creando una angustia mayor de la que estoy acostumbrada. A este paso me ofertan un bañador y unas botas de esquí mientras como bizcocho de calabaza y turrón del blanco con polvorones y una piña colada con bien de hielo.  Y nos quejamos de que nuestros hijos van rápido, de que no se ciñen a lo que están haciendo, y además no saben lo que quieren. Sé que ya soy algo mayor, y que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero necesito que las cosas vuelvan a su tiempo, que no prime el capital y sí la humanidad, y no escribir la carta de los Reyes Magos en septiembre.
Necesito calma existencial.