José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Fairytale of Ávila

28/12/2020

Patada y palo en las costillas. Duele, pero ya se ha acostumbrado. Duelen más las caras llenas de repulsa y desdén, la soledad. Los ojos inyectados de miedo y odio. Amenazas, insultos, hasta un cubo de agua helada. Por buscar comida, pero ante todo cariño y atención. Por perseguir la lealtad y complicidad que lleva grabadas en los genes. Está muy cansado.

Quedan en su memoria los días con su dueño. Poco dado a caricias; apenas rascar la barriga de cuando en cuando, pero siempre con su sonrisa. No en la boca, sino en los ojos, regalando ternura. Aunque él no comiese algunos días, nunca faltó en su escudilla. Recuerda su barba cana y sus agrietadas manos tocando la flauta, protegidos los dos del suelo por una raída manta, bajo el arco de la vieja muralla entre el fluir de la gente. Muchos ni siquiera los miraban, si lo hacían era con indiferencia, incluso con desprecio. A los pocos que echaban algo se les notaba un aire de autocomplacencia, dejando caer el metal con indulgente y ostentoso gesto, como perdonando a los demás sus propios pecados. Se salvaban los chiquillos: tras lograr la monedilla de céntimos de sus padres rezumaban alegría y complicidad en la cara inocente al aproximarse.

Todo cambió hace meses. Durante semanas las personas desaparecieron, el mundo paró y apenas pudieron salir del oscuro sótano del edificio a medio construir donde un colchón y un hornillo ejercían de hogar. Y cuando al final volvieron, nada fue lo mismo. La gente evitaba acercarse, se evitaban incluso entre sí. Se olía el miedo en el andar, tras esas mascarillas que solo revelaban acobardados ojos. Pocas monedas en esos días, aunque luego el sol y el calor animaron algo el verano. Pero el temor persistía, oculto en los escasos grupos de turistas tras los guías, en las carcajadas forzadas de las manadas de adolescentes, en el taconeo raudo y breve de las ancianas.

Y una tarde su amo tosió. Su frente se llenó de sudor, el cuerpo de escalofríos. Le miró por última vez —con esa sonrisa suya, auténtica— antes de que se lo llevasen máscaras de plástico y guantes de goma en amarillo furgón de luces. Sonrisa de adiós: «no pasa nada, todo estará bien». Desde entonces vaga por la ciudad, cada vez más fría, rechazado por la masa de apresurados andares, de embozadas bocas y bolsas de regalos con corazones. Sin comer, sin hallar consuelo en las miradas ni en las chillonas luces de colores que decoran cada rincón. Exhausto.

Esta noche está llena de calles desiertas y ventanas iluminadas tras las que resuenan canciones. En medio de la plaza duermen mudos los sonoros aparatos donde montan los niños; al otro lado, el pétreo edificio con su gran ventana redonda. Entra; huele a madera, a granito, a vela. Al fondo, una escena resplandece: la estrella cubre figuras inanimadas en una cueva, rodeadas de paja, sobre la que se tumba consumido, sin ánimo, sin vida. Quiere acabar, irse, pero es entonces cuando la cara de porcelana del niño en la cuna se gira hacia él y le sonríe con los ojos, como hacía su dueño; vuelve a su memoria de pronto esa madre que apenas conoció de cachorro. Le sonríe con una fuerza y una paz que dan aliento a su cuerpo y vivifican su espíritu. Por fin, descansa.