Ismael del Peso Jiménez

Los hollines de las llares

Ismael del Peso Jiménez


¡Castilla, Castilla, Castilla... Levántate!

06/03/2023

El amanecer era siempre muy puntual. Nunca faltaba a la cita. Sobre todo, bien entrada ya la primavera que cada vez era más madrugador, pero aun así siempre era yo quien le esperaba. 
Esas escapadas además me venían muy bien para placear los bichos de caza nuevos que aún estaban «sin romper». Siempre había algún 'tollero' pequeño donde probarlos y sobre todo se acostumbraban a ir acurrucados en la talega bien arrunchados bajo la ropa y pegados al cuerpo, asomando el hociquillo por el 'rotillo' de respirar. Los hurones nuevos había que 'hacerlos' al cuerpo. Un hurón 'hecho' al cuerpo y a la talega bastaba el roce de los dedos en el hocico y el animal se quedaba inmóvil, como si supiera el riesgo que corrían ambos, hurón y bichero si le descubrían. Enseguida aprendían a quedarse inmóviles y estáticos, sin hacer el mínimo ruido rascando la talega. Hasta se diría que respiraban despacio y con cautela para no delatar su existencia. Podías estar un buen rato en un camino hablando con cualquiera y ni la curiosidad de los perros ni la voz que le era ajena rompían su silencio ni su inmovilidad. 
Aquellas salidas eran la mejor manera de empezar el día, con lluvia, con nieve, con calor, daba igual… El caso es que si un día por algún motivo no podía salir a esperar el amanecer parecía que me faltaba algo. 
Un día sin monte es un día perdido. 
Antes de ir a la escuela, que había que pasar el río y estaba como a un kilómetro de casa, bajaba a desayunar y llevaba un café calentito a mi padre que estaba en la cuadra terminando de ordeñar las vacas y de aviar el 'ganao'. Acto seguido llevaba la leche a la lechera, cogía el tractor y se iba «a la leña».
En casa, mi madre ya estaba levantada «al cuidao» del cuece leches para dejarla subir y bajar el fuego para que no se pegara en la perola. Cuando tenía mucha faena y no podía estar pendiente, metía un 'testigo' en el fondo de la cacerola, como un cenicero de cristal redondo y de doble cara que alertaba con el escándalo de un cencerro cuándo empezaba a cocer y que lo llamábamos también 'rondaja'.
Durante el desayuno siempre escuchaba en la radio la misma musiquilla y cuando sonaba, había que espabilar para "no andar tarde".
«Castilla, Castilla, Castilla… ¡Levántate! ¡Levántate, levántate!...» Era de un grupo de folk que se llamaba Cigarra. El estribillo tenía una entonación muy pegadiza y en el camino al cole no paraba de resonar en la cabeza aquella cantinela comunera. Una melodía que anidaba en la memoria y te acompañaba todo el día hasta la hora de la merienda. Mientras mi madre tomaba un café, la radio en la cocina rescataba los acordes de la tarde con Radio Nacional. Una voz femenina melosa y suave con una música de fondo como de paz de Iglesia, anunciaba el programa y mi madre alzaba un poco el volumen para no perder detalle. 
«Buenas tardes, amigas. Bienvenidas al consultorio de belleza de Elena Francis. Hola, amigas todas, oyentes y seguidoras asiduas de este consultorio de belleza que ha aglutinado generaciones a lo largo de sus muchos años de su existencia en las ondas... Un cariñoso abrazo para todas».
Me sabía esta locución tan de memoria que la reproducía mentalmente mientras la escuchaba (y todavía hoy la recuerdo como si la estuviera oyendo en este mismo instante). Aquellas locuciones eran como una confesión, pero sin cura, y a través de un micrófono que hacía públicos pecados, penitencias y consejos espirituales. Luego los años van pasando y sigues recordando de memoria la música y la voz melosa, pero se rompe la magia del recuerdo cuando descubres que realmente la tal Elena Francis nunca existió. Fue sólo un personaje de ficción. En realidad era un hombre quien contestaba las cartas de las radioyentes (Juan Soto Viñolo) y le ponía la voz una cubana (Maruja Fernández del Pojo) y anteriormente María Garriga y Rosario Caballé serían las locutoras que dieron voz al personaje. Digamos que fue un instrumento del Régimen que se perpetuó en el tiempo e inculcaba un adoctrinamiento subliminal. Siempre recuerdo cuando citaban en sus consejos «las diez reglas de la buena esposa…». 
Padres y profesores coincidían en la importancia de una buena educación bien consolidada y una formación amplia y diversa para el futuro profesional de los alumnos. Y empezaron las primeras clases extraescolares... 
La señorita Rocío, la mujer de don Rafa, daba francés que era el idioma extranjero impartido oficialmente en el colegio. Pero todo el mundo insistía en la necesidad del inglés y comenzaron a mayores las clases extraescolares. Para la economía doméstica que andaba siempre «este cacho pan pa esta viruta de queso» suponía un esfuerzo extra, pero todo fuera por el bien de los chavales. El inglés podía abrirnos muchas puertas, decían, y era un enriquecimiento importante y valioso para nuestra formación de futuro. Y en verdad que lo fue, sobre todo para mí. 
Mis clases de inglés duraron dos tardes. Dos. Tal cual. 
La primera tarde dejé dos filas de pupitres entre mi sitio y la ventana que daba de pleno a la Sierra. La profesora no nos dejaba llamarla «seño». Había que darle el tratamiento de 'My Leidy''. Era muy grandona y gesticulaba en exceso al hablar, supongo que para que captáramos bien la posición de los labios en la pronunciación. En un lado del flequillo tenía un mechón de pelo blanquecino y canoso que me recordó a La Cárdena. Aquella cabra también era bien 'cachua' y la llamábamos así por una estrella blanca de pelo canoso en la careta encima de la oreja. La comparación me hizo mucha gracia y al menos me sirvió durante un rato para evadirme de aquel peñazo del inglés, que hasta el momento combatía pensando si esa tarde subirían los peces en el desove por el bochorno que hacía y si los mochuelos del nido que había dentro del cántaro colgado del enebro ya tendría los pollos bien emplumados o seguirían «en pelo malo». El cántaro apenas tenía ya culo desgastado por los años a la intemperie y era de aluminio y cinc, una aleación que al mojarse producía una curiosa reacción que teñía el metal de color verdoso y en casa siempre me decían: «Lávate bien las manos si enredas con ese cántaro que cría mucho 'cardenillo'». 'My Leidy' debió notar mi desinterés. «¿Alguna duda Maese del Peso?». «Si My Leidy, ¿cómo se dice en inglés el cardenillo?» La pobre mujer no supo salir del atolladero. No sabía lo que era en castellano, como para saberlo en inglés. «¿Alguna otra duda Maese Del Peso? ¿Pero se puede saber en qué está usted pensado?». «Si My Leydi. ¿Y 'desbogue' y 'pájaros en pelo malo', ¿cómo se dicen en inglés?». Toda la clase estalló en una carcajada, pero a la profe, que levantaba el labio como lo hacía la Cárdena meneando aquel mosquero cano, parece que no le hizo tanta gracia y aquello no fue precisamente el comienzo de una bonita amistad...
La segunda tarde llegué pasada la hora con más galbana que interés y todos los pupitres en la fila del día anterior estaban ocupados así que tuve que sentarme junto a la ventana.
Las cosas nunca pasan porque sí. Siempre suceden por algo. ¡Qué coñazo! Se veía toda la Sierra y yo allí... Ya sabía cómo debían sentirse los machos de perdiz prisioneros en las ventanas y llamando al campo desde dentro de las jaulas. Vi pasar a 'Tío Angelillo' y me acordé como llamaba a la más joven de sus nietas, que era quinta de mi hermano y tenía de niña la carita muy fina, aguzada y alargadita. Le llamaba cariñosamente «jeta lezna». En mitad del aburrimiento pensaba, «cómo a la Cárdena se le ocurra preguntarme hoy si tengo alguna duda… a ver si sabe decir en inglés 'Jeta lezna'». No me dio tiempo. My Leidy, impulsada por ese flechazo que desde el primer momento nos había unido, debió notar enseguida mi apatía y me preguntó algo en inglés gesticulando sobremanera con los labios, como hacía la Cárdena cuando cogía de la mano el mendrugo de pan que le ofrecía. No recuerdo qué me preguntó, aunque por los aspavientos que hacía imagino que algo que se supone yo debería saber.
Fue en ese preciso instante cuando fui de verdad consciente de los beneficios de aquellas extraescolares por muchas muecas cómicas que hiciera la Seño. El inglés no servía para mentar el cardenillo del cántaro, ni los pollos en pelo malo de los 'níos', ni el 'desbogue' de los barbos y ya de 'jeta lezna' ni hablamos, pero tenía su importancia y su aquel...
Y aprendí mi primera y única palabra en inglés. Windows. 
Gesticulando cada vez con más vehemencia y muy cerca de mí, daba golpes cada vez más contundentes en el cristal de la ventana, ante la mirada atónita de toda la clase, mientras repetía una y otra vez «¡Windows! ¡Windows! ¡Windows!». Y alargaba tantísimo la última sílaba que llegué a pensar que en cualquier momento iba a empezar a 'esporriar' igual que la cabra cuando se ponía nerviosa. Y entonces sucedió. Pasó todo tan rápido que no hubo tiempo de reflexión ni para ella ni para mí. Al girar la cara hacía el cristal de la ventana donde golpeaban sus nudillos vi pasar un águila. Llevaba en las garras una gallina, que entonces estaban sueltas por el pueblo y en las eras. Volaba en dirección a la Umbría, como por la Cueva de la Mora. Si llegaba tan lejos con la gallina entre las uñas es que estaba criando por allí. Me levanté de un salto del pupitre, cogí a la carrera la mochila y terciándola en la espalda salí corriendo, «a escape» como decían los viejos en el pueblo. Al cruzar la puerta me giré... «¡Jeta lezna!» mientras ella seguía voceando sin entender qué pasaba. «Pero ¡dónde vas muchacho! ¡¡Qué te pasa!!»... y seguía corriendo. Oía las risas de la clase, pero yo sólo pensaba en las águilas. Como para explicarle a la inglesa que iba a coger pollos de águila en pelo malo. Ni en castellano lo entendería. Bastante tenía ya con descifrar lo de «Jeta lezna».
Llegué hasta la Cueva de la Mora y subí muy por encima en el laderón de aquella umbría. Pero ni rastro del águila. Cuando estaba ya casi llegando a unos castaños muy grandes donde intuía que estaría el nido me encontré con el cabrero que se sorprendió mucho al verme por allí arriba tan chico y solo. Le conté lo que buscaba y enseguida me indicó dónde criaba aquel águila. Como bien suponía en la horcaja de un gran castaño, al trasponer el cerrillo. Me insistió mucho que tuviera gran cuidado con las águilas que eran muy traicioneras y si subía solo a quitarles el nido ¡¡se tiraban a la cara y me arrancarían los ojos!!
El águila estaba echada en el nido. La podía ver desde abajo, pero estaba todavía 'enguerando'. Había que esperar unos días que nacieran los pollos. Además, tenía que pedir ayuda porque el tronco del castaño era muy gordo y el nido estaba muy alto y no veía manera de 'agatear' hasta allí yo solo. 
De vuelta a casa y con la noche ya muy próxima, sólo pensaba en cuántos días faltarían para que nacieran los pollos, en cómo subir hasta aquella horcaja por ese tronco tan gordo que no lograba abrazar y si sería verdad que las águilas se tiraban a los ojos. 
En la tienda de ultramarinos, donde lo mismo te vendían unas sardinas saladas, que medio kilo de bacalao o unas botas de Segarra, compré una careta de carnaval. Una simple cartulina con dos gomas y unas gafas de plástico sobre una nariz muy prominente que imitaban en conjunto la cara de una persona con un semblante cómico, como Anacleto, el agente secreto de los tebeos. Pedí que me la envolvieran en papel de estraza que luego me venía muy bien para hacerlo pelotillas húmedas y mantener con vida muchos meses las hormigas de ala que usaba para cazar los pájaros, que a su vez me servirían como pitanza para llenar el buche de las águilas cautivas.
No se daba puntada sin hilo. Cogí una gorra de mi padre y amarré las gomas de la careta a ambos lados de la visera para ponérmela en la nuca y así engañar al águila. Si me atacaba al subir a por los pollos, atacaría desde el aire y viendo mi espalda, la visera y la careta conseguiría despistarla. Quizá pudiera arañarme las costillas e incluso quitarme la gorra y la careta, pero no me arrancaría los ojos... 
Ya en casa, ultimando los detalles del invento, me dijeron «Pero muchacho, ¿dónde vas con eso? ¡Pero qué feo! ¡Si eres igualito que Paquillo el Cartero!». Y no me hizo ninguna gracia la comparación ni el chiste, la verdad, pero no me quitaron las ideas. 
Pedí ayuda a Pedro Cantera, tan grandón como noble. Con un bolso de viaje de dos asas que robamos a mi madre y unas sogas qué acababa de tener su padre (y que también tomamos prestadas) nos fuimos Pedro y yo una tarde, pasados unos días, a coger los aguiluchos cuando calculé que ya habrían nacido. Hacía un calor espantoso y pasamos mucho rato dentro de la Cueva de la Mora abanicando murciélagos con unas cogotas de retama hasta que fue cayendo la tarde y fuimos a por el nido. 
Antes de llegar al reguero, ya desde el trasponer del cerrillo, oíamos los silbidos. ¡¡¡Tenía pollos!!! Pedro, que era mucho más alto más grande y más fuerte, me subió en los hombros en volandas y me aupó hasta que, con el bolso atado a la cintura con las sogas de su padre, y la visera en la nuca para burlar al águila y salvar mis ojos, pude alcanzar las primeras ramillas y apoyado en los rayutos del fuste, conseguí trepar hasta alcanzar el nido. Pedro se quedó pegado al tronco del árbol empuñando una estaca por si venían los padres a defender el nido. Nadie hablaba. La emoción era tal que no había lugar para las palabras. Había tres pollos. El más pequeño se lo dejamos a las águilas en el nido y los otros dos, metidos en el bolso con gran cuidado y la cremallera cerrada para que no piaran y alertaran a los padres, con ayuda de las sogas fueron descendiendo despacio hasta el suelo donde los recogió Pedro. 
Las pocas ramillas secas y rancajos que quedaban en el árbol se fueron rompiendo al subir, y ahora estando arriba, no había manera de bajar de allí. El suelo alrededor del castaño estaba lleno de espinos y zarzales lo cual, sumado a la altura hacían imposible saltar. No veíamos la manera de bajar de allí ni podíamos dar voces al cabrero para pedir ayuda, las águilas lo escucharían y sabrían entonces que estábamos allí robando sus pollos y defenderían al que dejamos en el nido.
Desde la horcaja escuchaba a Pedro murmurar y maldecir.
Había oído cantar un cuco. En el pueblo decían que el canto del cuco presagiaba mal augurio. Se decían esas cosas de muchos pájaros. Unos presagiaban mal augurio y otros incluso la muerte. Mi tío Antonio decía siempre «¡cuando canta el urraco, hombre al sacó!».
En un arrebato de impotencia le vi abrazar cuanto pudo el tronco del castaño intentando en vano zarandear el árbol para tirarme al suelo igual que hacíamos con los gatos en las acacias del pueblo. Los dos cruzamos la mirada y estallamos en una larga carcajada que nos dejó sin nervios y sin fuerzas, pero no sin entusiasmo. Salté lo mejor que supe y pude entre las ramas y cómo era de esperar caí sobre el colchón de zarzales y espinos, pero sin mayores consecuencias que cuatro pinchazos y algún rasguño. Nada comparable a que las águilas nos arrancaran los ojos. 
Y en nuestras caras llevábamos dibujada la estampa de la felicidad. 
No habíamos aprendido nada de inglés. No sabíamos nada de cetrería. Pero teníamos las águilas.
Cosiendo las perneras recortadas de un viejo harapo de pantalón vaquero me hizo mi madre un zurrón. Lo llevé todo el verano terciado en la espalda mientras acompañaba a mi padre haciendo alpacas. Bajo los 'marallos' del heno siempre aparecían lagartos, culebras, ratones, lirones, nidos... Un garrotazo con la 'cotilla' del rastrillo y a la talega. Pitanza para el menú de las águilas.
Pero de eso hace ya mucho tiempo. Han pasado tantos años que apenas nos acordamos de que entonces éramos felices y no lo sabíamos...