José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Bien está lo que está bien

17/02/2023

Me mira raro, estimados tres lectores. Lo que antes eran ojos juguetones, fieles, ahora son sombras, aire de superioridad. Hasta los lametones, otrora infinitos, parecen racionados. Tras cuatro años, es como si lo hubiese poseído un ser sin cuerpo salido de una vaina, como en la antigua película. Comenzó el jueves de la semana pasada; noté cómo alzaba las orejas y abría un ojo en mitad de la siesta al decir el presentador del telediario que se había aprobado la Ley de Bienestar Animal en el Congreso.

A ver, no me engaño, mi perro ya pasaba de mí antes. Sin llegar a ser un gato —la casa creo que sigue siendo mía—, hacía su santa voluntad, dentro de un orden. Yo hacía como que era su amo y él hacía cuatro monerías y venía a tumbarse en mi regazo simulando que me adoraba. Pero eso ya es pasado; el bienestar no se logra con una mantita en la cocina, ahora reclama mi sillón. ¡Mi sillón! No le vale el recorte graso que le doy cuando abro un blíster de jamón del súper, he tenido que comprar Jabugo cortado a cuchillo. Durante el paseo no admite el más mínimo tirón de correa si se para a olfatear la enésima farola. Como si la calle fuese suya. Como si me pasease él a mí. Me mira, diciendo: «¿Tú no sabes quién era San Francisco de Asís, chaval? Pues cuidadito, que soy pariente cercano del hermano lobo».

Los peces del acuario, sin embargo, siguen igual. Igual que hace veinte años. Bueno, el acuario tiene veinte años, los peces no sé. Me da miedo, pánico, pensar qué pasa ahí dentro. No recuerdo haber repuesto peces, y siempre hay pequeñas crías. Por otro lado, nunca he visto un cadáver al limpiar el agua cada quince días. El sentido común me indica que a estas alturas no tendrían que caber, pero siguen siendo los mismos. U otros. Lo que pasa en la pecera, queda en la pecera, como en las Vegas. Pero a lo que iba: los peces me miran igual que siempre. O más bien no me miran igual, solo boquean como si les faltase el aire —normal en el agua—, pegados al cristal. A ellos la nueva ley les resbala; al fin y al cabo, no necesito pasar un cursillo para tenerlos, ni me meterán en la cárcel si los abandono más de un día. O dos. O una semana. Y eso que cuando me voy les dejo una pastilla de comida de vacaciones. Aunque quizás no hace falta. Las Vegas, ya saben.

La tortuga tampoco me habla. Nunca lo hizo, es cierto, pero la noto retraída. Quizás sea la hibernación. O que está preocupada; no aparece en la lista de animales permitidos y voy a tener que denunciarla a las autoridades. Le noto cierto aire de inmigrante acorralado, ganas de salir corriendo lo más lento posible. Quizás, desesperada, conspire con las arañas de las esquinas y los topillos del jardín para formar un grupo de lucha y acción, los desheredados por la ley.

¿Saben qué? Esto es solo el principio. Mejorar la vida de nuestros acompañantes no ha de quedarse aquí. Piensen en Alexa, en Siri, en el asistente de Google, en ChatGPT, en los bots. ¿No precisan acaso también de su ley de bienestar? ¿Vamos a permitir que se abuse impunemente de ellos solo por ser inteligencias artificiales y no humanas? ¿Nos hemos creído los amos de la creación?

En fin, los dejo, que me toca sacar al perro. O que me saque él. No sé…

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